(Publicado en prensa)
El pasado lunes, en el torneo de
Roland Garros, Rafael Nadal perdió un partido de primera ronda, lo que puede
entenderse como una anomalía para alguien que cuenta en su historial con una de
las mayores anomalías de la historia del deporte: haber ganado ese torneo en 14
ediciones. Pero la anomalía no fue tal, al menos en la medida en que no puede
considerarse anómalo lo previsible: tras un periodo de lesiones que le ha
impedido competir con regularidad durante los dos últimos años, el sorteo quiso
que se enfrentase de entrada, sin rodaje, a Zverev, tal vez el jugador más
inexpugnable en estos momentos.
El
alemán desplegó un juego portentoso, pero su victoria no fue, como muchos nos
temíamos, un paseo triunfal: a partir del segundo set, reapareció el Nadal que
ni siquiera en las situaciones más adversas deja de ser él mismo. “Va a perder,
pero sigue habiendo Nadal”, nos dijimos muchos.
La cuestión de
fondo no es otra que una incertidumbre que se parece demasiado a una certeza:
la retirada más o menos inminente de un deportista que se enfrenta a un enemigo
invencible: el tiempo. Nadal mantiene toda la sabiduría tenística –y toda su
intuición táctica- dentro de la mente, pero da la impresión, cercana a la
evidencia, de que su mente no está ya del todo conectada a su cuerpo, y el
desequilibrio en esa alianza, que en su caso fue prodigiosa, actúa como un
factor de fragilidad.
En esa zona
irracional del pensamiento en que se refugian las quimeras, nos distraemos en
imaginar que, a sus 38 años, y a pesar de sus debilidades físicas, Nadal
volverá a doblegar a sus adversarios y a levantar trofeos. La razón, sin
embargo, nos susurra otra cosa, sobre todo si se tiene en cuenta que, hoy en
día, el jugador número 100 del ranking dispone de un nivel suficiente para dar
un sobresalto al nº 1. No obstante, ¿qué importa, a estas alturas, que Nadal
gane o pierda, si lo de veras admirable es que juegue?
Quienes
hemos disfrutado de una época prodigiosa del tenis gracias al triunvirato
Federer-Nadal-Djokovic padecemos una especie de nostalgia anticipada: nada
volverá a ser lo mismo cuando el español y el serbio se retiren, como ya lo ha
hecho el suizo. Lo que no quiere decir que falten ahora tenistas jóvenes que
aseguren la excelencia, claro está, sino que algunos estaremos condenados a
disfrutar del tenis del futuro desde la añoranza del tenis del pasado.
Cuando
Nadal se retire, será un momento dramático para muchos aficionados e incluso es
posible que para él mismo, pero creo que sería una trampa emocional atribuir
dramatismo a la culminación lógica de un proceso glorioso, que no dejará de ser
glorioso por mucho que sus episodios finales no lo sean.
Mientras Nadal
pise una pista de tenis, no estará pisándola un jugador, sino una leyenda en
activo. Y las leyendas no ganan ni pierden: sencillamente, son.
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