domingo, 22 de agosto de 2021

ESCRITO EN LA ARENA

 (Publicado ayer en prensa)

       (Playa de Rota. Cuadro de R. Verdugo Landi. Hacia 1920)


Los veranos tienen algo de estación retrospectiva: por una vía misteriosamente imprecisable, nos remiten a los veranos de la infancia, esos que perviven en la memoria al margen de la cronología, pues los veranos infantiles son un solo verano, una cápsula de tiempo que no tiene fecha definida. 

       Se funden en uno, ya digo, los veranos en que fuimos niños, y en ese verano único se nos entremezclan los recuerdos y las sensaciones: la extensión dorada de la arena al atardecer, a contraluz; las olas que nos voltearon y nos arrojaron a la orilla como a náufragos desconcertados, el sabor del agua salada que te entraba por la nariz, las excursiones a la zona rocosa para complicarles la vida a los cangrejos y a los diminutos camarones transparentes que se quedaban atrapados en las pozas de marea…

         Los veranos infantiles tienen algo de paraíso en technicolor, de fotografía Polaroid, con sus coloraciones irreales y subidas de tono, y, al recordarlos, nos vemos dentro de una película muda, porque la infancia está más allá de las palabras, o dentro de una de esas fotografías que siempre salían un poco movidas, sin duda porque es muy difícil que un niño sepa estarse quieto, por más que sus padres se lo supliquen o se lo ordenen.

         Quietos, lo que se dice quietos, nos quedábamos, eso sí, en los cines de verano, absortos ante las andanzas nocturnas de un vampiro, aterrados ante la transformación de un señor corriente en nada menos que el hombre lobo, aquel esclavo de los ciclos lunares, o bien adivinando la fuerza del deseo -sin entender del todo qué era el deseo- en la imagen de una bailarina de un saloon del Oeste o de la sicaria en bikini que seducía a un agente secreto al servicio de su majestad británica.

         Todo aquello se nos transfería luego a los sueños, y allí se nos formaba un grumo aleatorio de ficciones, en esas noches tórridas en que, más que dormir, nos bandeábamos en una duermevela sudorosa y confusa, entre despertares repentinos debidos al calor, por esa afición tan rara que tiene el calor a no descansar ni por la noche.

         Los veranos de la infancia se condensan en imágenes: la ola rápida que destruye el laborioso castillo de arena, los chanquetes que saltan de las cajas de sus vendedores y se quedan palpitando en la arena como si fuesen hebras de mercurio, el cangrejo cautivo en un cubo de plástico, la botella rota, semienterrada en la arena, que siempre pisaba alguien, dejando un rastro de sangre y de angustia en aquel escenario edénico de toldos y sombrillas, de madres que formaban tertulias para contarse historias o para intercambiar recetas, mientras los niños, gracias al privilegio de salvajismo que nos concedía el verano, jugábamos en la orilla a los piratas.

         El verano, en fin, es ese algo que sucede muy al fondo de nosotros. Más allá del verano. Más allá de las fechas. En un tiempo que ni siquiera parece estar hecho de tiempo.


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miércoles, 18 de agosto de 2021

Una entrevista en EL MUNDO

 El titular no reproduce -como suele ser costumbre- palabras que yo formulase de esa manera.

(Lo de las gafas de natación no es idea mía, sino el elemento invariable en todas las fotos de las entrevistas veraniegas que están dando en contraportada.)

De lo demás -qué remedio- sí respondo.

martes, 10 de agosto de 2021

LA VIDA EN UN HILO


Edgar Neville escribió y dirigió esta película en 1945.

Con unos actores un poco menos redichos y con una producción un poco más sofisticada, sería una de las grandes comedias de la historia del cine, junto a las de Lubistch, Leisen o Wilder, por ejemplo.

Aun así, el guion es tan bueno que suple esas carencias y la convierte, a mi entender, en una delicia irrenunciable.

Extraña, sobre todo, que lograse esquivar la censura.
Y sorprende ese personaje femenino que, en contra de las consignas morales de la época con respecto al papel de la mujer en el sagrado matrimonio, se siente liberada al enviudar de un pelmazo.
(Disponible en FlixOlé.)

domingo, 8 de agosto de 2021

A LA PUERTA DE LA CALLE

 








El alcalde de El Algar (Cádiz) va a iniciar los trámites para solicitar que se considere patrimonio de la humanidad la costumbre de sentarse a tomar el fresco en verano, al anochecer, a la puerta de las casas.

El asunto tiene, no sé, su punto extravagante, ya que por la misma razón podría solicitarse esa distinción para el hecho de freír los boquerones, de dormir la siesta o de refrescar el agua en un botijo.

Pero bien está.

Recuerdo aquellos corros familiares. En cuanto caía el sol, se sacaban a la calle las sillas, las mecedoras y las butacas de enea del patio y allí se empezaba a hablar de lo que fuese terciándose, o a quedarse en silencio, mirando pasar el aire.

La aceras se llenaban de asientos de hechuras muy diversas, y todo el mundo hablaba bajito, incluidos los niños, quizá porque el privilegio veraniego de trasnochar no nos libraba de estar muertos de sueño a esas horas, después de habernos pasado el día en la playa en una especie de gincana imparable.

Los transeúntes iban parándose en los corros. Comentaban algo y seguían su ruta. A veces, había un trasvase de vecinos: gente que, con su silla a cuestas, se mudaba de tertulia, en busca tal vez de novedades.

Si refrescaba más de la cuenta, las sillas iban replegándose hacia el zaguán.

Si pasaba un coche, todo el mundo lo miraba como si fuese un ovni, por lo anómalo que resultaba.

"Bueno, ya hay que recogerse", decía alguna autoridad familiar, casi siempre femenina, porque las mujeres eran las últimas en acostarse, y las sillas volvían a su sitio, y ya cada cual se iba a entenderse con sus sueños.

domingo, 1 de agosto de 2021

 


No soy partidario de las valoraciones exaltadas, pero hoy, por ser domingo, voy a hacer una excepción, y lo haré en mayúsculas:
ESTO ES UNA MARAVILLOSA OBRA DE ARTE.

Dirigida en 1947 por Albert Lewin, con base en una novela de Guy de Maupassant, asistimos al ascenso social de un galán arribista y sin escrúpulos interpretado a la perfección, sin el más leve atisbo de histrionismo, por un George Sanders en estado de gracia.

Rodada en su totalidad en estudio, cuenta con unas escenografías tan suntuosas como ligeramente irreales. La fotografía, debida a Russell Metty, fabulosa.

El elenco, impecable en todo momento.

(Y, de pronto, un sutil homenaje a Manet, y el recurso anacrónico, con intención simbólica, a un cuadro de Max Ernst, y centenares de detalles tan preciosistas como narrativamente efectivos.)

Sorprende el uso continuado -y tan acertado- de la elipsis.

Esta película no se estrenó nunca en los cines españoles. Se ofrece ahora en versión restaurada -gracias en parte a Scorsese- en la plataforma FlixOlé.

Deseando que se me borre un poco de la memoria, en fin, para volver a verla.