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La prohibición de las corridas de toros en Cataluña puede ser el principio de algo muy grande y muy hermoso, de algo que alivie la vida perra que damos a los animales, excluidos esos perros que viven mejor que millones de humanos.
Podríamos empezar por prohibir, no sé, la venta de mejillones en escabeche, porque mucho me temo que el escabeche es para los mejillones algo así como el cianuro para nosotros: no sé de nadie que haya encontrado un mejillón vivo en una lata de mejillones en escabeche.
Podríamos seguir con las rodajas de merluza, porque, quieras que no, el hecho de que te troceen debe de resultar molesto si constituyes una unidad física y moral, por muy congelado que estés… Y esa es otra: el asunto de la congelación, práctica torturante no sólo para las merluzas, sino también para las gambas, los langostinos, los bueyes de mar e incluso para las croquetas de halibut, entre otros seres desdichados, tanto marítimos como terrestres, e incluso aéreos.
Convendría prohibir cuanto antes la salazón del bacalao, ya que resulta inhumano amojamar a un pobre pez en cloruro sódico, por buena que esté la escalibada con unas tiras de bacalao, de igual modo que resultaría inaplazable la prohibición del pollo al ajillo, porque no hay pollo que resista eso.
¿Y qué decir de los chipirones en su tinta, a los que guisamos en sus propias entrañas negras, como si se tratara de un ritual satánico? Aparte de eso, deberíamos prohibir las chacinas, que, aunque no tienen pinta de cadáver, son más cadáver que cualquier otra cosa, incluido -ay- el espetec: restos de animales descuartizados.
Y, como medida tangencial, deberíamos prohibir que a las salchichas elaboradas con despojos porcinos se las denomine “perritos calientes”, porque tal denominación resulta atentatoria contra la dignidad que los perros han alcanzado en nuestros días como estamento burgués: seres que gozan de asistencia veterinaria, de peluquero, de paseante, de guardería, de empresas alimentarias específicas e incluso de carnet de identidad en forma de chip.
Se podrá objetar que a los mejillones se les zambulle en escabeche cuando ya están hervidos, que las merluzas se trocean cuando ya han pasado a mejor vida, etcétera. Sí, esa es tal vez la cuestión: en nuestra sociedad remilgada hacemos un vacío de conciencia ante el sacrificio de los animales. Sabemos que se les mata, pero no lo sabemos del todo hasta que los vemos morir, y por eso evitamos el espectáculo de su muerte. Nadie paga una entrada -al menos que yo sepa- para asistir a una matanza masiva de pollos o de cerdos. Somos animales carnívoros, pero fingimos que nos marea la sangre. Somos depredadores, pero delegamos en los matarifes.
Y, mientras tanto, algunos políticos jugando a ser san Francisco de Asís, rodeados de alegres pajarillos.