El gran momento de cualquier
régimen democrático es el día de unas elecciones. El peor momento de una
democracia suele ser el día siguiente al de unas elecciones, y no sólo porque a
partir de entonces la democracia se reduce a burocracia, sino también porque
los políticos optan por interpretar los resultados no con arreglo a lo que
dicen esos resultados, sino con arreglo a lo que ellos deciden que les conviene
que digan.
El
resultado de las elecciones del 20D tiene una interpretación muy simple: un
electorado de tendencias plurales, cabe suponer que derivado de una pluralidad
ideológica, ya se base en principios esenciales o en meros matices, al menos en
el supuesto optimista de que la mayoría de la gente vote programas y no
fotografías. Pero el problema de las interpretaciones simples es que suelen resultar
demasiado complejas. Los dos partidos hasta ahora mayoritarios se acomodaron al
juego del cara o cruz, hasta que la moneda ha caído de canto. Esta dislocación
del mecanismo de alternancia rutinaria en el poder aviva ahora el fantasma de
la ingobernabilidad, sin duda porque se identifica la gobernabilidad con el
desahogo que otorga una mayoría absoluta o, en el peor de los casos, un pacto
de gobierno con alguna formación minoritaria, preferiblemente nacionalista, que
se conforme con las sobras del festín, por lo general con menos talante
cooperativo que ventajista y con menos lealtad que conformismo.
Si
la decisión de los votantes es plural, la lógica requiere que los políticos
asuman ese resultado de pluralidad y procuren armonizarlo de la manera más
sensata y efectiva posible, salvo que consideren que un resultado electoral
disperso representa un error democrático. Pero tenemos más que visto que la
lógica no es el fuerte de las decisiones políticas, sino más bien a la inversa,
y ya hay quienes reclaman una repetición de los comicios, con la esperanza estratégica
de que los votantes cambien de la noche a la mañana de opinión, se dejen de
promiscuidades y de veleidades y concentren sus opciones. Lo pintoresco sería
al fin y al cabo lo normal: que unas nuevas elecciones arrojasen un resultado
idéntico. Y vuelta a empezar. Esa concatenación de elecciones nos supondría
unos costes considerables, pero no cabe duda de que reforzaría nuestro sistema
democrático: podríamos ejercer nuestro derecho a voto cada dos o tres meses, a
la espera de una fumata de un solo color.
Si
alguien cree a estas alturas que nuestros políticos acatan los mandatos
populares que salen de las urnas cuando se trata de mandatos complejos, estará
sin duda de enhorabuena por su candidez, pero lo lleva claro con la realidad.
El problema tradicional de la política es que todo el mundo sabe ganar, pero
nadie saber perder. Y, a efectos prácticos, en estas elecciones han perdido
todos.
En
cualquier caso, felices fiestas.
(Publicado el sábado en prensa)
(Publicado el sábado en prensa)
.