HAY SENSACIONES que sabemos ya irrecuperables. La intensidad de una sensación suele estar asociada a su descubrimiento, a la primera vez, a esa sorpresa asombrada que proporciona la revelación de algo: el sabor de una fruta, que puede rememorarnos la carnalidad inocente del paraíso perdido; el sabor del pecado, que es la única manera –tan paradójica- de regresar durante un rato a ese paraíso, o el sabor seco de la soledad, que suele beberse en vaso corto y con hielo, porque es licor bravío y de mala resaca.
La costumbre, la rutina, tiene mala prensa en el mundo sensorial, que de por sí es un mundo de aventura, de viaje a lo desconocido, de exploración de la tierra ignota. Tendemos a ser desagradecidos con lo permanente, con lo habitual y cotidiano, y tal vez demasiado generosos con lo provisional y volandero: preferimos cien pájaros en vuelo que un pájaro en mano, porque la meta del ansia es siempre lo inalcanzable, o al menos lo difícil de alcanzar. El paso del tiempo nos suministra antídotos contra la ilusión indesmayable, y el ánimo agradece esa derrota, porque descansa, aunque no nos mate del todo el gusanillo de alimentar imposibles, porque en esos imposibles puede estar la esencia inquietante -por inquieta- de la vida: una fuga continua hacia lo que no somos.
Pero no siempre nos imposibilitan la renovación de la intensidad de las sensaciones los resabios que nos inculca el paso del tiempo, la fosilización sensorial que traen consigo los años, porque las sensaciones tienen la capacidad parapsicológica de regresar, de escaparse durante un rato del castillo con fantasmas en que merodean desnortadas, exiliadas ya de la corriente del tiempo.
Hace unas semanas, estuve en un concierto en un pabellón cerrado. Al entrar, era un recinto gélido, y había que frotarse las manos y vahearlas. Cuando se apagaron las luces y se iluminó el escenario, todo el mundo gritó y aplaudió, porque la expectación iba a hacerse realidad, y el entusiasmo se anticipa a los hechos. Cuando terminó el concierto, me noté las mejillas calientes. Respiré hondo y olí esa nube espesa de olores broncos que creamos los humanos –qué le vamos a hacer- cuando nos congregamos durante un par de horas en un mismo sitio. La gente salía con mirada brillante, con ojos vivaces y agradecidos por lo que acababan de experimentar, cada cual en coloquios con sus emociones. Y, por esos caprichos laberínticos del recuerdo, me acordé de los cines de mi infancia, cuando nos reuníamos allí 400 o 500 niños para ver una película, porque ese calor que notaba en las mejillas era una sensación de infancia, una sensación recuperada a través del tiempo en toda su pureza, con toda su carga de sugestión.
Y, de repente, yo no era un adulto que salía de un concierto, sino un niño que salía de una sala de cine atiborrada, un niño que aplaudía cuando se apagaban las luces, un niño que gritaba “uyyy” cuando la flecha pasaba rozando la cabeza del héroe o que contenía la respiración cuando el vampiro abría la boca para hacer una fechoría en el cuello de una muchacha dormida.
Durante unos segundos, mis mejillas calientes fueron toda mi infancia. Durante unos segundos, esa sensación fue capaz de cifrar cientos y cientos de tardes de cine, cuando acudíamos diligentes a recibir el regalo de una ficción, con una peseta en el bolsillo para chucherías.
Durante unos segundos, comprendí que todo lo que fuimos está muerto, pero que nunca muere.
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