(Publicado en prensa)
A pesar de que nadie es
responsable de la cara que le ha dado la genética, damos por hecho que la cara
es el espejo del alma. Como casi todo, ese postulado tiene su parte de verdad y
su parte de falsedad, de modo que ni es del todo cierto ni es del todo mentira.
Oscar Wilde
concibió a Dorian Gray, un personaje que tenía muy buena cara, aunque la
creciente podredumbre moral de su alma iba quedando reflejada en su retrato al
óleo. En otra célebre fantasía, Robert Louis Stevenson planteó el juego del
doble, de la doble cara: la metamorfosis del doctor Jekyll en el monstruoso
señor Hyde. Por seguir en el ámbito de la literatura británica, sir Arthur
Conan Doyle, al tiempo que ideaba las aventuras analíticas de Sherlock Holmes,
se dedicaba a los experimentos paranormales y a defender la veracidad de las
fotografías de ectoplasmas.
Es curioso: en
el siglo XIX, en paralelo a los avances tecnológicos de la revolución
industrial y al auge del racionalismo científico, proliferaron las creencias
esotéricas como el espiritismo, la teosofía o el mesmerismo.
Entre las
muchas y pintorescas pseudociencias que distrajeron a nuestros antepasados
decimonónicos se cuenta la fisiognomía, cuyo principio básico no era otro que
el de adivinar la personalidad de alguien a partir del análisis de sus rasgos
faciales. La cara, en fin, como espejo del alma.
A pesar de
haber sido refutado por la ciencia, me temo que, en nuestra vida diaria,
seguimos aplicando el método fisionómico: personas que nos dan mala espina a
primera vista, personas que nos inspiran desconfianza nada más conocerlas,
personas que nos provocan rechazo por su manera de sonreír o de mirar… Intuimos,
por supuesto, que hay un caprichoso factor de injusticia en esas intuiciones,
pero el caso es que acaban siendo concluyentes y resulta difícil que corrijamos
nuestra impresión inicial con respecto a alguien.
Nos pasa
también, claro está, con los políticos: los hay que parecen llevar escrita en
la cara su condición de sobornador o de sobornable, de corrupto o de
corruptible, de prevaricador o de malversador, de ególatra o de megalómano, de
ineficiente o directamente de bobo. Tanto es así que una buena parte de la
intención de voto depende de la cara de los candidatos, no de su programa, y de
ahí que todos recurran a la magia de Photoshop en su cartelería electoral:
saben que la cara no solo es el espejo del alma, sino también el espejo de la
madrastra de Blancanieves. Lo más extraño de todo es que, más que a una cara, alguna
gente opte por votar a un jeta, a unos de esos caraduras que llevan escrita en
la cara la dureza de su cara.
Y ante eso, en
fin, ya no sabe uno ni qué cara poner.
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