(Publicado en prensa)
Entre otras, el sociópata tiene
la habilidad de colarse en la sociedad como un elemento de normalidad social.
El auge de las redes sociales nos ha brindado una evidencia: que buena parte de
la población mundial está para que la encierren bajo llave y bajo medicación
específica. Antes, cuando no existía Internet –ese invento creado a medias por
Dios y a medias por el Diablo-, salías a la calle y, en tu inocencia, pensabas
que la gente era convencionalmente normal, al menos dentro de lo raro que somos
todos, y dabas por hecho que las mentes funcionaban más o menos bien, dentro de
lo bien que puede funcionar una mente humana, pero, de repente, una ola de
sociopatía se hizo palmaria en varios frentes: en la sección de comentarios de
la edición digital de los periódicos, en Twitter y en Facebook, en Instagram e
incluso en TikTok, pongamos por caso, donde las muchedumbres hasta entonces
silenciosas optaron por dar rienda suelta a sus perturbaciones, aunque, eso sí,
por lo general bajo pseudónimo, pues el sociópata tendrá algunos defectos, como
todo el mundo, pero no el de responsabilizarse en público de sus opiniones
taradas, y de ahí quizá su afición al anonimato.
Comoquiera
que la humanidad está involucrada en un proceso imparable y creciente de
perfeccionamiento, esa sociopatía no ha parado de progresar, y en los últimos
tiempos se ha hecho fuerte en un ámbito en el que se dan las mejores
condiciones para su desarrollo: la política. Si a esa idoneidad de las
condiciones sumamos el hecho de que los profesionales de ese gremio están ahora
–en el caso de que no lo estén siempre- en precampaña electoral, el panorama
resulta inmejorable.
A
estas alturas de la Historia, creo que el sentido común nos advierte de que
podemos dar por perdidos los ideales de concordia y de equilibrio entre
intereses sociales, ya que el único contrato social que hemos firmado a lo
largo de los siglos es en el fondo un contrato leonino, por no decir que se
trata en realidad de un contrato basura: el contrato del sálvese quien pueda.
No
sé si la clase política cae de vez en cuando en la cuenta de que la
teatralización sobreactuada de la discordia acaba volviéndose en su contra, ya que
una sociedad crispada representa un riesgo ideológico por su falta precisamente
de ideología, al predisponerla de ese modo en favor de los profetas del orden,
que suelen acaban siendo los operarios del caos. La trifulca constante puede
ser un espectáculo entretenido, pero solo hasta cierto punto: llega un momento
en que asquea un poco, en parte –supongo- porque evidencia nuestro fracaso como
colectividad, una colectividad que tal vez preferiría armonizarse a dislocarse.
Pero,
en fin, ellos sabrán.
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