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Una de las peculiaridades del ser humano consiste en tener que vivir más pendiente de las entelequias -el futuro, la conciencia, los dioses- que de las cosas tangibles. Te cae una entelequia y ya estás listo, porque uno puede estar más o menos preparado para luchar contra un tigre, pero no para luchar contra un tigre invisible.
La entelequia de moda es el mercado. No el mercado al que uno va a comprar pescado o legumbres, sino ese otro mercado abstracto que determina el precio del pescado y de las legumbres. Oye uno hablar de los mercados y tiene que hacer un esfuerzo para imaginarse en qué consisten, y la fantasía empieza a volar, según es condición natural de la fantasía: ¿son los mercados una especie de cofradía compuesta por seres parecidos al tío Gilito?, ¿son los mercados un olimpo de dioses sin piedad que exigen sacrificios humanos: la congelación de las pensiones, la agilización del despido, el retraso de la edad de jubilación? ¿Qué son los mercados, dónde viven, qué comen, en qué piensan cuando no piensan en el mercado propiamente dicho? ¿Duermen los mercados con la conciencia tranquila? Quién sabe, ¿verdad?, porque la conciencia puede ser más acomodaticia de lo que recomienda la propia conciencia. Lo que sí parece estar más o menos claro es que los mercados son como los antiguos tamagotchis: hay que mimarlos, hay que procurar que estén tranquilos, que tengan sus necesidades cubiertas, que coman a su hora, que orinen, que no se alteren, porque de lo contrario llevamos las de perder: un mercado nervioso es una bomba de relojería. De ahí que los gobiernos se pasen la vida jugando al tamagotchi, con el alma en vilo y con éxito variable, porque no hay cosa más complicada que tener contento a un tamagotchi.
Según parece, los mercados poseen la capacidad prodigiosa de poder inyectar dinero, porque el dinero de verdad se manifiesta en estado líquido (no como el dinero nuestro: papeluchos sólidos y manoseados), y se figura uno a los amos de los mercados con una jeringuilla gigantesca, poniendo inyecciones a los países que les caen bien y utilizando en cambio la jeringuilla para extraerles sangre a los países que les caen regular, porque esto de los mercados es como todo: una cuestión de empatía, y la empatía es, al fin y al cabo, una manifestación del capricho.
Los mercados, en fin… Qué cosa tan rara son los mercados: duendecillos burlones que llevan el dinero de un sitio a otro ni siquiera en sacas, sino pulsando una simple tecla del ordenador; tamagotchis que juegan al monopoly con la gente, entelequias que dudan, se inquietan, se ponen de repente optimistas, como si padecieran bipolaridad. Qué raros.
Si los mercados no fuesen entidades fantasmagóricas, si tuviesen cara, más de uno se animaría a partirles la cara, por despiadado que resulte maltratar a un tamagotchi. Pero, como son invisibles, aquí estamos, conviviendo con esa abstracción, como si no tuviésemos ya abstracciones de sobra para hacernos un lío con la realidad.