.
La monarquía es un gran invento. Sobre todo para los monarcas, claro está. Se ve que el género humano anda tan necesitado de abstracciones, que es capaz de abstraerse y decidir que un congénere suyo disfrute del derecho al uso de corona y de trono, de cetro y, si hiciera falta, de capa de armiño, aunque luego vista de sport.
Se da la circunstancia curiosa de que no sólo el pueblo acaba creyéndose que un rey es un rey, sino que mucho me temo que incluso los reyes se creen de verdad que son reyes. (Lo decía el pintor Ramón Gaya: “La reina de Inglaterra se ha creído que es la reina de Inglaterra”.) Como la vigencia y buena salud de la institución monárquica no parece peor en el siglo XXI que en el siglo XII o XIII -y no digamos en el XVIII, y en territorio francés-, ya disponemos incluso de al menos dos monarquías comunistas: la cubana y la norcoreana. La primera es del tipo nepotista; la segunda, más convencional: de padre a hijo, aunque con intrigas más o menos shakesperianas de por medio, para que no falte de nada.
Creo yo, no sé, que algunos reyes pueden vivir del cuento gracias a los cuentos infantiles, a la estela que esas ficciones nos han dejado en el subconsciente. (Al fin y al cabo, ¿quién sería tan desalmado como para traicionar la memoria de los cuentos que oyó o leyó en su niñez candorosa?) En nuestra infancia, el rey era por lo general un ser barbado y bondadoso que aparecía en los cuentos, allá en su castillo unifamiliar, y que acababa cediendo el protagonismo narrativo al príncipe, que era quien andaba con la testosterona a punto de ebullición, enamorado el muchacho de alguna princesa rubia con la que acababa casándose, a veces a despecho de los poderes malignos de alguna bruja, de los asedios de algún ogro o de los celos de algún dragón.
Eran cuentos que siempre acababan bien, y de ahí que nuestro subconsciente atribuya a la realeza una capacidad infalible para solucionar los grandes problemas de Estado, como por ejemplo el que representaría el hecho de que el príncipe en cuestión, en vez de enamorarse de una princesa, se enamorase de una plebeya, porque está visto que los príncipes modernos no se enamoran de las princesas ni a tiros y que las princesas de hoy no quieren ver a los príncipes ni en pintura. ¿Cómo se arreglaría ese desequilibrio de linaje? No estoy seguro, pero creo que por una vía muy sencilla: gracias al cuento de Cenicienta.
La realidad es rara, porque para eso es una construcción colectiva. En estos tiempos de escasez, lo normal sería que los pueblos les dijesen a sus reyes: “Majestades, las cosas están muy malas. Búsquense ustedes un trabajito mientras sí y mientras no, a ver si esto mejora pronto y podemos volver a subvencionarles a vuecencias una vida mágica y acorde con los cuentos más bonitos”. Pero los cuentos, claro está, no son más que cuentos.
.