Un escaparate viene a ser la
puesta en escena de una tentación, un diorama de los deseos supletorios, y su
fracaso radica en no despertar el ansia de la posesión inmediata.
Los
escaparates están para que nos detengamos ante ellos, siquiera sea para
curiosear en aquello que no necesitamos o que no podemos permitirnos, y resulta
desconsoladora la imagen de los transeúntes que pasan ante un escaparate sin
detenerse a observar el género, aunque sea sin intención de hacer gasto, porque
no puede ir uno por el mundo comprando cuanto le ofrezcan, así regalen una
camisa y una corbata por la compra de un traje, así ofrezcan un 10% de
descuento en un reloj de oro fabricado en Suiza, país que viene a ser una
versión contemporánea de aquella deslumbrante cueva de los ladrones que
descubrió en su día nuestro ilustre antepasado Alí Babá.
Es curioso que
casi todos los negocios tengan escaparate: desde la joyería a la ferretería,
porque tan artículo de primera necesidad puede ser una manivela como una
gargantilla de platino y esmeraldas, según ande la jerarquía de cada cual en
cuestiones de anhelos primarios y, claro está, de bolsillo. Los escaparates de
las ferreterías, por cierto, parecen instalaciones de vanguardia, con su
abigarramiento más o menos azaroso de pernos, latiguillos, embudos, picaportes,
lijadoras, alicates, navajas albaceteñas y rifles de aire comprimido, pues muy
variada es la mercancía que se oferta en ese tipo de establecimientos. En
cambio, los escaparates de las joyerías tienden al minimalismo, quizá porque la
acumulación de joyas dispersa los antojos, y es posible que no haya coyuntura
peor para el negocio que un cliente que dude entre una pulsera de Bulgari y un
reloj de Cartier, porque al final lo más probable es que no se lleve ninguna de
las dos cosas, por esa especie de razonamiento irrazonable que rige los
caprichos. Hasta las carnicerías tienen escaparate, y aquello viene a ser la
exposición pública de una escabechina en toda regla: la cabeza del cerdo por un
lado y las manitas por otro, la lengua de una ternera, el lechón abierto en
canal, con aspecto de angelillo adormilado del paraíso porcino…
El consumo,
según dicen, cae en picado, pero ahí siguen los escaparates, heroicos y
resistentes, a la espera de que algún viandante se detenga ante ellos y decida
comprarse un camisón o una cristalería, un martillo o unos botines, un reloj de
pulsera o un reloj de cuco, que es una de las cosas más raras que pueden
comprarse, pues mucha presencia de ánimo hay que tener para convivir con un
pájaro mecánico.
Hay escaparates
esplendorosos y los hay muy tristes. Tan tristes, que, más que ganas de comprar
algo, entran ganas de dar una limosna al propietario de la tienda. Y así vamos
por las calles, en fin, entre tentaciones, pasando distraídamente ante objetos
huérfanos que nos suplican tras un cristal que nos los llevemos a casa, para
encontrar su sentido en el mundo, porque en el fondo se parecen mucho a
nosotros.
(Publicado el sábado en prensa.)