Vas por la calle y un tipo te tiende una octavilla publicitaria.
La coges, asientes en señal de agradecimiento y te la guardas en el bolsillo sin mirarla siquiera, porque, sea lo que sea lo que esa octavilla pretenda vender, estás seguro de que no lo necesitas para nada, a pesar de que no pase un día sin que compres algo, porque casi todo el mundo tiene que comprar algo cada día: el pan, una cajetilla de tabaco, el periódico, una bombilla, un sofá, alpiste para los canarios o tal vez un coche. Quién sabe. Algo. El privilegio y la servidumbre de las sociedades capitalistas del primer mundo, como si dijéramos.
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Llegas a casa y, al vaciarte los bolsillos, reaparece la octavilla, en la que se ve a un tipo con pajarita que toca, circunspecto, una guitarra. “El mejor guitarrista español”, se lee en español propiamente dicho, en inglés, en italiano y en francés. El mejor. No un buen guitarrista. No uno de los mejores. No. El mejor. El guitarrista Antonio Martínez. El mejor.
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En la radio, una locutora comenta el libro de un paisano suyo al que, según confiesa, le une una vieja amistad. “No hay quien adjetive mejor en todo el mundo”, asegura. En todo el mundo. No sólo en Europa y en Asia, no sólo en América del Norte y en el Polo Sur. No. En todo el mundo. Los adjetivos. Los mejores adjetivos del mundo da la casualidad que los utiliza mejor que nadie su paisano y amigo. Y se queda tan ancha. Y el adjetivador prodigioso cabe suponer que se fuma un puro.
En la radio, una locutora comenta el libro de un paisano suyo al que, según confiesa, le une una vieja amistad. “No hay quien adjetive mejor en todo el mundo”, asegura. En todo el mundo. No sólo en Europa y en Asia, no sólo en América del Norte y en el Polo Sur. No. En todo el mundo. Los adjetivos. Los mejores adjetivos del mundo da la casualidad que los utiliza mejor que nadie su paisano y amigo. Y se queda tan ancha. Y el adjetivador prodigioso cabe suponer que se fuma un puro.
El mejor guitarrista español. El mejor adjetivador del mundo. Eso sí que es suerte. Y es que las disciplinas artísticas tienen eso: que su escalafón es mágico a fuerza de ser inexistente, aparte de discutible: una controvertida entelequia. Un corredor de fondo que llega siempre el último a la meta tiene la desgracia de no poder poner en sus tarjetas de visita “El mejor corredor de fondo del mundo”. Porque no. A ningún pescadero se le ocurre poner un letrero que diga “Vendo la mejor merluza congelada del mundo”. Porque no. A ninguna persona que mide 1,70 se le ocurre proclamar que es un gigante. Porque no. Pero en las cosas de arte cabe la esplendidez. Antonio Martínez, guitarrista turístico que actúa en bares turísticos para deleitar con flamenco turístico a la clientela turística, manda a la imprenta una octavilla publicitaria y él mismo se adjudica la corona: “El mejor guitarrista español”. Una locutora dicharachera que emplea adjetivos vulgares e imprecisos cada vez que abre la boca decide que su paisano y amigo es el genio mundial de la adjetivación artística, y le otorga ese título estilístico ante miles de oyentes.
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Y la vida sigue. Al fin y al cabo, hay miles de guitarristas que, por una cosa o por otra, son el mejor guitarrista del mundo, por malos que sean: basta con ir a una imprenta. Hay miles y miles de escritores del montón que, al menos durante un rato, son los mejores escritores del mundo: basta que una locutora lo proclame. Incluso el peor guitarrista español tiene el derecho de poder anunciarse como el mejor guitarrista español. Incluso el más gris de los escritores puede pasar por ser durante un instante el mejor adjetivador mundial gracias a las artes publicitarias de una locutora aficionada a los juicios estéticos temerarios.
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Y así nos divertimos todos un poco: el guitarrista Antonio Martínez, el adjetivador pasmoso, ustedes e incluso yo, el mejor articulista de variedades del mundo, incluida Oceanía. Y olé.
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