domingo, 29 de agosto de 2010

SOBRE FORMULACIONES TAUTOLÓGICAS

PUBLICADO HOY EN DIARIO DE SEVILLA


Diabluras de recorta y pega

Felipe Benítez Reyes publica 'Formulaciones tautológicas', una serie de 21 'collages' acompañados de sendos relatos concebidos como "una derivación 'desprejuiciada" de su habitual universo narrativo

Francisco Camero / SEVILLA | Actualizado 29.08.2010 - 08:35


Uno de los collages del libro: algo así pasaría si se organizara una carrera de caballos en una vieja biblioteca.



Los cuadernos de notas de Felipe Benítez Reyes suelen acabar siendo el doble de gruesos que recién estrenados. Siempre le gustó recortar imágenes, mezclarlas y pegarlas. Con el tiempo, el escritor ha ido reuniendo una colección de revistas francesas y españolas del siglo XIX de las que saca su material. También de una enciclopedia animal que compró en una librería de viejo, "aunque alguien se había entretenido en recortar casi todos los grabados y sólo quedaban los de reptiles y batracios, lo que explica que haya ranas y serpientes en mis collages en vez de, no sé, oropéndolas o cervatillos", dice el escritor gaditano (Rota, 1960).

Juan Bonilla sabía de esta vieja afición de su amigo, que surgió "como suelen venir estas cosas, sin darse uno cuenta", y le animó a componer un libro para inaugurar una colección de textos e imágenes que dirige en la malagueña editorial Zut. A Benítez Reyes le gustan los libros "anómalos", y esta propuesta de su colega jerezano suponía "un cambio de registro, una manera diferente de plantear un conjunto". Y se animó. El resultado es un libro titulado
Formulaciones tautológicas, que recoge en una entrañable y primorosa edición una serie de 21 collages, cada uno de ellos acompañados de un (micro) relato ad hoc del autor de Vidas improbables, El novio del mundo o La propiedad del paraíso.

"Los collages son previos a los textos. El reto era extraer una posibilidad narrativa más o menos lógica de esas imágenes descabelladas. Los textos vienen a ser una especie de explicación absurda de un absurdo, y esa acumulación de irracionalidad creo que acaba adquiriendo algún tipo de coherencia, o al menos así lo pretendí, aunque tampoco pasa nada si no la tiene", explica el escritor, para quien esta técnica tiene el atractivo de lo "casual", porque "sólo puedes sacarle partido a lo que tienes disponible, no a lo que tienes en mente".

Al hablar de este tipo de libros, al narrador, poeta y ensayista le resulta "inevitable mencionar a Max Ernst". "Sus novelas en imágenes -dice- son uno de los puntales del collage. Es un referente inexcusable, sobre todo si uno trabaja con imágenes decimonónicas, como es mi caso". Tal como concibe él mismo un buen collage, éste "debe ser escueto". "No conviene abusar de los elementos, porque entonces se convierte en una imagen farragosa. Busco la nitidez; es decir, que la imagen se aprecie a primera vista como un todo, no como una acumulación de componentes dispares. Me interesa además la aplicación del concepto surrealista de desplazamiento, la descontextualización de las imágenes, la creación de ámbitos visuales ilógicos. A fin de cuentas, un collage es sólo una diablura, y casi siempre contiene un elemento humorístico: la realidad puesta del revés".

En el centenar de páginas de
Formulaciones tautológicas conviven personajes estrafalarios, melancólicos y a veces -como el fantasma moribundo de una de las historias- paradójicos. El autor, que nunca ha dejado de amar a este tipo de criaturas, asume los relatos de este libro como "una derivación desprejuiciada" de sus "resortes narrativos habituales". Gigantes que acuden a una ciudad lituana para participar en un desastroso simposio centroeuropeo, niños bicéfalos que navegan en mares de juguete, jinetes espectrales, novias invisibles, un hombre "que era de Calatayud pero que murió como si fuera de Vigo", incluso una iguana descomunal que devora en la puerta de unos juzgados a todos los culpables antes de que puedan siquiera comparecer ante el juez... Son sus seres extraordinarios, que viven su condición fundamentalmente como una fatalidad y que mueven a la compasión.

"Creo que hay que ser compasivo, o al menos comprensivo, con los personajes que uno inventa. No se les debe tratar como a marionetas ni como a muñecos del pimpampún, sino como a seres irreales, aunque con derecho a tener una conciencia. Todo narrador tiene algo de marionetista, pero no le conviene hacer marionetas. Si un personaje no alcanza la posibilidad de pasar por un ente real, así se trate de un vampiro o de un gigante de dos cabezas, acaba resultando un muñeco grotesco", afirma.

La narrativa breve es uno de los territorios que Benítez Reyes ha frecuentado siempre con gusto, pero el microrrelato no ha sido tan habitual. Aunque él no reconoce este tipo de fronteras genéricas. "Un microrrelato es sencillamente un relato un poco más corto de la cuenta, lo que no le quita su condición de relato. Pasa igual que con la poesía: tan poema es una epopeya de varios miles de versos como una soleá", concluye el autor, que anda trabajando en una novela que la está dando "problemas" y escribiendo poemas de vez en cuando, "aunque con cautela, porque un poeta de 50 años debe ser muy precavido, no porque vaya a equivocarse, sino precisamente porque puede cogerle miedo a equivocarse".

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viernes, 27 de agosto de 2010

GATOS
















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El tamaño importa. Si los gatos tuviesen el tamaño de una jirafa, serían animales domésticos en el mismo porcentaje en que lo son las jirafas. Si los gatos tuviesen el tamaño de un tigre, a ver quién se atrevía a darles un cate cuando se afilasen las uñas en el sofá, y a ver qué quedaba del sofá. La discreción de sus proporciones ha liberado al gato, en fin, de las incertidumbres y molestias de la vida salvaje, hasta el extremo de transformarlo en un animal más casero y hedonista que los propios humanos, a los que parasitan con cierto chuleo característicamente felino, sobre todo en lo que se refiere a la dieta, a los requisitos higiénicos y a la cesta de dormir, que han de ser de calidad contrastada para no merecer su desprecio. Sírvele a un gato una lata de comida de oferta y tendrás asegurado un drama familiar importante, porque no hay gourmet en este mundo que entienda más de conservas que un gato, a pesar de tener una lengua con textura de papel de lija.


A cambio de una vida confortable, el gato macho está dispuesto incluso a dejarse emascular, circunstancia que, aunque al principio no le cae bien, acaba reportándole el beneficio de no tener que andar por ahí de noche, en las rachas de celo, maullando como un alma en pena, hecho un donjuán de pelos tiesos, indigno y suplicante, haciendo alarde de lascivia, a la espera de que alguna gata se apiade de él y lo conduzca a un callejón oscuro. Ese tiempo que no tiene que perder en galanteos ni en cumplir los protocolos del instinto de procreación el gato lo invierte en su actividad más característica: dormir, porque todo gato sabe de sobra –y antes incluso que Calderón de la Barca- que la vida es sueño, concepto propio de la metafísica barroca que ellos llevan a la práctica de la manera más expeditiva posible: durmiendo a cualquier hora y en cualquier superficie mullida, así suenen a la vez todos los despertadores de la casa, porque el gato ha desarrollado una memoria genética que le advierte de que el despertador es un asunto que no va con él, y hay que reconocer que esa displicencia ante los rigores temporales aviva la envidia de muchos humanos, género animal que suele caracterizarse por arrastrar una falta endémica de sueño a causa de sus obligaciones laborales, que han de iniciarse al alba misma, como quien dice. Resulta raro ver a un gato despierto, y si lo vemos es que va camino de la cama.


Hay muchas razas de gato, aunque todas tienen en común unos ojos despavoridos, quizá porque no acaban de fiarse del todo de sus propietarios, que lo mismo les dan un manotazo mientras duermen encima de la pila de la ropa recién planchada, soñando con quién sabe qué, y a veces padeciendo pesadillas cuya trama constituye un misterio para el resto de la unidad familiar: ¿cuáles serán los terrores oníricos de los gatos? ¿Grandes peces que los devoran? ¿Una habitación fría? ¿Manicuros que les mutilan las uñas? Un filón que se pierde, en definitiva, el psicoanálisis.


Como dato curioso, habría que señalar que a los gatos les gustan mucho el jamón york y las gambas, factores nutricionales que sería curioso comprobar cómo conseguirían si, por cualquier azar adverso, perdiesen su rango centenario de mascota.


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sábado, 21 de agosto de 2010

LA ESTACIÓN RUIDOSA









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El verano es época de alteraciones. Se paraliza la actividad política, por ejemplo, pero se activa casi todo lo demás. Es tiempo oficioso de carnavales, porque todo el mundo tiende a disfrazarse, aunque no con atuendos fantasiosos, sino con una simple gorra de propaganda, con una camiseta de propaganda y con unas chancletas que no suelen ser de propaganda y que es lo único que no sale gratis del conjunto.


En verano, todos decimos que queremos descansar, pero se trata sólo de una verdad a medias, o al menos de una verdad fragmentaria: lo que en realidad pretendemos es descansar de nosotros mismos. Descansar de nosotros mismos aun a costa de nuestro propio descanso y, sobre todo, del descanso del prójimo, porque el verano tiende a convertirse en una democratización del ruido, que, nos guste o no, es la música de la libertad, en vista de que somos una especie animal muy chirriante en cuanto salimos de la jaula.


Por no se sabe qué liberación del subconsciente, un ciudadano modélico –al menos con arreglo a patrones convencionales- puede transformarse durante el verano en una especie de salvaje noctámbulo que no duda en ponerse a cantar de madrugada en plena calle para celebrar que le ha caído bien el tinto con casera, pócima de hechicería que transforma a determinados varones en trovadores tronantes. Por no se sabe qué terapia psicoanalítica espontánea, una señora recatada y pudibunda, dispuesta a escandalizarse a la mínima, admiradora de las santas y de los santos, devota de las buenas costumbres y partidaria de cualquier tipo de martirio, decide ir de pronto al supermercado envuelta en un pareo transparente, como si fuese una bailarina del Oriente exótico.


El verano es una estación curiosa, una especie de experimento sociológico para que comprobemos cómo sería la vida si no tuviésemos que trabajar y anduviésemos todos ociosos por ahí los siete días de la semana. No sería un mundo fácil, desde luego, porque el ocio permanente es un trabajo bastante duro, tanto para el ánimo como para el bolsillo. Y dormiríamos poco, desde luego, o al menos a deshora, porque lo primero que se le ocurre al ser humano en cuanto se siente liberado es hacer ostentación de su libertad, al dar por hecho que una persona discreta y silenciosa no puede ser sino un ente deprimido.


El silencio está desacreditado, al considerarse el antípoda de la diversión. La diversión debe ser sonora, porque el silencio es signo indudable de aburrimiento. Y en eso estamos: cada cual alardeando de diversión con sus gritos felices, con sus cantos de madrugada, con su moto a escape libre, con su moto acuática o con su coche-discoteca. Haciendo del verano un infierno alegre, una estación anómala en la que experimentamos el placer de no ser nosotros mismos mediante la apostasía transitoria de nuestras obligaciones y costumbres. Porque en el fondo se trata de eso: estamos hartos de aguantar y de aguantarnos, cansados de ser quienes somos y cansados de ser quienes nos obligan a ser durante el resto del año, cansados de callar y de acallarnos. Y por eso nos ponemos, en fin, a hacer ruido. Digo yo, no sé.


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viernes, 6 de agosto de 2010

VERANO EN SEPIA
















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La memoria infantil de los veranos constituye una nebulosa específica dentro de la memoria, una entelequia emocional muy definida, un territorio etéreo que podemos pisar con paso firme.


Decía el poeta Ungaretti que recordar es un signo de vejez. Bueno, sí. Depende. Si anda uno optimista con respecto al paso del tiempo, puede llegar a la conclusión de que recordar es un signo de haber vivido, que es lo mismo que lo del poeta, aunque dulcificado por una formulación eufemística. Creo yo, no sé, que el recuerdo es signo de vejez cuando los recuerdos inciden sobre unas realidades anacrónicas que están ya fuera -para siempre- de la realidad.


Los veranos de la década de los sesenta, pongamos por caso...


Llegaban al pueblo unos cuantos forasteros, siempre los mismos, puntuales como aves migratorias, y formaban una pequeña comunidad de extraños habituales. Año tras año, ibas viendo envejecer a los mayores y crecer a los pequeños, renovarse las muchachas del servicio, si se casaban, o convertirse en solteronas a aquellas que se acogían a las tareas de servidumbre como si se tratase de un voto eclesiástico.


Los abuelos podían estar fumándose un habano bajo el toldo, con guayabera blanca, jugando al dominó, y al verano siguiente llegar en una silla de ruedas, con la mirada perdida en algún limbo. Las ancianas aligeraban el luto perpetuo con blusones negros estampados con tímidas geometrías blancas. Veías cómo una joven madre se convertía de un año para otro en una señora de pelo cano, cómo las niñas se transformaban en mujeres pudorosas de su esplendor repentino, cómo los niños que iban a las rocas a coger camarones y cangrejos se transfiguraban de repente en muchachos que fumaban a escondidas y que hablaban del sexo quimérico de los ángeles con faldas, con el aplomo de unos catedráticos de angeología.


A la caída de la tarde, las calles olían a colonia y a helado de tuttifrutti y los sedentarios se sentaban a la puerta de la casa en butacas de enea para ver desfilar a los paseantes, y todos se saludaban con una parsimonia decimonónica y atenta, en tanto que los niños salíamos para el cine con un bocadillo envuelto en papel parafinado y con un jersey sobre los hombros, así quemara el aire, para ver una película del Enmascarado de Plata, de vampiros sedientos o de Louis de Funes, o lo que echaran.


Las playas de la infancia son infinitas, como infinito era el tiempo. Por la tarde, llegaban los pescadores con sus cajas de boquerones palpitantes, con su pregón ronco de muecín, y allí vendían aquella plata efímera, mientras que las mujeres buscaban por la orilla, con fondo barroco de crepúsculo, las llamadas habitas de la India para engastarlas en oro inmortal.


Las madrugadas eran un silencio sosegado, y se oía el rompeolas a través de los balcones abiertos, o el viento si soplaba, con esa cosa de crujido de crujía de galeón que tiene el sonido del viento cuando le da por romper. Las mañanas templadas eran de café y de churros. Y eran aceras baldeadas con un cubo metálico. Y el guardia municipal, con uniforme blanco y salacot, dirigiendo el tráfico desde su podio con sombrilla, con ademanes de mimo: los cuatro o cinco coches…


Y es que al final va a ser cierto que recordar es un signo de vejez.


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