sábado, 27 de abril de 2019

HUMOS



(Publicado hoy en prensa)


Antes de entrar en otras cuestiones, un dato científico: hasta la popularización de las llamadas redes sociales, la conjunción de la idiotez con la ignorancia era algo que sólo se exhibía en el ámbito familiar, en el círculo de las amistades y, como mucho, en el bar del barrio. Hoy, esa exhibición ha expandido considerablemente su circuito, lo que no deja de tener sus ventajas, sobre todo para quien practica la susodicha conjunción, pues de ese modo puede encontrar una salida expedita y gratuita para divulgar al unísono su idiotez y su ignorancia. 

Pero dejemos a un lado la ciencia para entrar en el terreno de las suposiciones…

            ¿Puede un país volverse idiota como tal país? La respuesta, aunque compleja, tiende a ser por desgracia afirmativa, y la demostración empírica la tenemos tal vez en el nuestro, en el que hoy por hoy importa más la definición del país que el desarrollo del país, al tiempo que nos preocupa más el ayer que el ahora y más el ahora que el futuro. Como experimento no está mal: un país que juega a destruirse con el pretexto de reconstruirse, o al menos de deconstruirse identitariamente, a la manera en que algunos cocineros de vanguardia deconstruyen el gazpacho o la tortilla: algo que es lo que es y, a la vez, lo que no es.

            Tanto los políticos como los politólogos tienen la amabilidad de suponer que los ciudadanos nos regimos por criterios racionales a la hora de votar. Sí. Fundamentalmente eso, racionales: en cuanto sale un predicador que vende humo, salimos corriendo racionalmente tras él, y casi lo mismo nos da que dicho predicador venga de la izquierda o de la derecha, porque lo que nos exalta es el humo que le compramos Un humo, no sé, como el de esos habanos que los predicadores del patriotismo cañí se fuman en las corridas de toros o bien ese humo que a algunos predicadores del animalismo les  impide distinguir un buey de un toro bravo, por ejemplificar con humos muy dispares. 

            Las fantasías nacionalistas también son un humo con muy buena salida comercial: dile a un pobre hombre o a un botarate que es superior y diferente, y que lo es por meros privilegios telúricos, y ya lo tienes como cliente fiel. Las fantasías utópicas tampoco están mal: dibújale a un desesperado un paraíso sociológico de colores puros, donde todo es solidaridad y filantropía, sin usureros ni especuladores, y se te dormirá en los brazos como un niño. Y no nos olvidemos de las fantasías distópicas: píntale a alguien un país invadido por extranjeros, fragmentado y sometido a la tiranía de los homosexuales, de los comunistas y de las feministas, entre otros estamentos, y al instante lo tendrás en la calle agitando una bandera, convertido a la causa vociferante de la reconquista de las esencias nacionales.

            Y así vamos, en fin. En este comercio de humos. Y un poco chamuscados.

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sábado, 20 de abril de 2019


Oído hoy en Canal Sur: "Los andaluces tenemos una forma propia de pensar". (Por lo que a mí respecta, ya tenemos al menos dos.)

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domingo, 14 de abril de 2019

DE PROMOCIÓN



(Publicado ayer en prensa)


Un político en campaña está obligado a comportarse como los antiguos vendedores a domicilio de enciclopedias, que sabían de sobra que nadie necesitaba una enciclopedia y podía vivir feliz sin ella, tan ignorante o tan sabio como antes de hacerse con una, pero el problema era que quien necesitaba la enciclopedia para vivir no era el comprador, sino el vendedor, que iba a comisión de la casa editorial, de modo que la desidia ajena por la sabiduría le costaba al pobre hombre no sólo tiempo, sino también dinero, tanto el que gastaba en ir por el mundo como el que dejaba de ganar tras su vagabundeo de encantador de eruditos potenciales. 

          Aun así, a sabiendas de que las enciclopedias acabarían siendo un trasto más o menos decorativo en el mueble del salón, junto a la figura de porcelana, la cristalería suntuaria y tal vez una virgen de plástico fosforescente, el vendedor errante hacía que el cliente potencial se sintiera como un miserable y como un ceporro si no le compraba el producto, por el cual podría conocer datos tan emocionantes como el índice demográfico de todas y cada una de las islas de Malasia o bien los aspectos científicos que una persona ilustrada debe manejar sobre el estroncio o la malaquita. 

          Si la cosa se ponía difícil, el vendedor recurría a un argumento sentimental: los hijos. Una enciclopedia resultaba imprescindible para asegurar el porvenir de los hijos, pues una casa sin enciclopedia era algo así como una choza del pleistoceno. Unos hijos criados sin el amparo de una enciclopedia estaban condenados al fracaso. Había, además, otra razón de peso: la diversión de la que se los privaba, dada la inclinación natural de los niños a leer enciclopedias, para enterarse de lo de Malasia y de lo de la malaquita, entre otras informaciones trepidantes.


En campaña, los políticos no venden enciclopedias, claro está, porque era ya lo que nos faltaba, sino algo más barato y más abstracto: futuro. Un futuro utópico que nunca llega y que se convierte en un presente cíclico, pero eso nunca ha sido impedimento para el futuro, que cuenta entre sus características esenciales la de no tener futuro, como les pasaba a los niños en esas casas desoladas en que no había una enciclopedia. 


Los partidos políticos no se toman ya la molestia de buzonear sus respectivos programas electorales, desde la certeza de que esos programas son como las enciclopedias: algo que nadie se toma la molestia de consultar, de modo que han optado por suplir los programas con eslóganes promocionales, el razonamiento ideológico con fotos retocadas y el debate con trifulcas.


De aquí a unos días, ellos estarán hartos de la campaña y nosotros estaremos hartos de ellos. Pero, mientras tanto, y en la medida de lo posible, disfrutemos de la fiesta.


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