(Publicado el sábado en prensa)
Dos o tres alcaldes entrantes propusieron
la bajada de los sueldos de los miembros de su corporación municipal, empezando
por ellos mismos, y se han llevado su merecido y su escarmiento: tururú.
En
cualquier democracia avanzada hay que tener muy claro que los recortes
salariales se inventaron para los votantes, no para los votados, que demasiado
tienen ya con la humillación de someterse a un proceso electoral para poder aspirar
a un sueldo digno. Un sueldo digno que otorgue no sólo dignidad a quien lo
percibe, sino también alegría, porque no queremos concejales apesadumbrados
que, en vez de verbenas, organicen rosarios de la aurora y que, en vez de
polideportivos, se limiten a construir tanatorios. Para que las instituciones
funcionen, nuestros alcaldes y concejales deben ser personas risueñas y bien
pagadas, no penitenciales y mendicantes, pues el estado de ánimo institucional
irradia por ósmosis a la ciudadanía, y en eso todos tenemos mucho que perder si
las cosas se tuercen. Un concejal con una nómina de médico o de albañil, así
sea médico o albañil en la vida corriente, es un peligro: igual ni siquiera le
merece la pena levantarse de la cama para ir a un pleno, por mucho que esa
asistencia se la paguen aparte. Igual ni le sale a cuenta firmar por triplicado
una ordenanza. Y al limbo entonces la civilización por la que hemos luchado
desde la época de los mamuts.
Los
gobernantes reacios al ahorro argumentan que los políticos mal pagados corren
el riesgo de corromperse. Se trata de una premisa tan convincente como espeluznante:
tener satisfecho al ladrón para que no robe, lo que si bien dice muy poco de la
solidez moral de nuestros representantes democráticos, dice en cambio mucho de
su optimismo moral ante el defecto de la codicia: dar por hecho que tiene
fondo. Por si acaso ese argumento no bastase, argumentan también que los
sueldos de los cargos públicos han de ser elevados para poder atraer a la
política a lo mejor de cada casa. Claro que sí: no conoce uno a ningún premio Nobel
de economía que no esté deseando ser concejal de hacienda del ayuntamiento de
Valdecabrillas del Toboso. No conoce uno a ningún arquitecto de renombre
planetario que no esté dispuesto a convertirse en delegado de urbanismo del
ayuntamiento de Panajonosa del Duque. El problema suele ser que en todas las
valdecabrillas y en todas las panajonosas del universo conocido hay mucho paro
y los vecinos se adelantan al economista y al arquitecto ilustre en la ocupación
de una concejalía, pues de algo hay que vivir, y que el premio Nobel y el
arquitecto se las arreglen como puedan, porque el mundo, amigo mío, no es ni de
lejos Shangri-La.
Sea
como sea, lo último que debe hacer un país empobrecido es empobrecer a sus
representantes democráticos, porque entonces apaga y vámonos: una cosa es que
seamos pobres nosotros y otra cosa es que se resignen a tener un salario de
pobre quienes se desviven para que los pobres podamos disfrutar de la
iluminación navideña, de un buen alcantarillado, de una gincana popular o de
una rotonda. Eso hay que pagarlo. Eso hay que valorarlo como se merece.
De
modo que se impone el más incontestable de los argumentos a los demagogos de la
pobretería municipal: tururú.