(Publicado ayer en prensa)
A lo largo de la Historia conocida, la clase política
mundial ha demostrado estar de sobra preparada para conducirnos al paraíso en
la Tierra mediante estrategias encaminadas a la consecución de todos los
equilibrios socioeconómicos habidos y por haber, al menos en un plano teórico,
pero, como contrapartida, no sabe qué hacer ahora frente a un virus inoportuno.
No es lo mismo diseñar un plan
hidrográfico, por ejemplo, que fiscalizar el comportamiento de un agente
infeccioso microscópico acelular. Son cosas diferentes.
La
experiencia nos indica que gran parte de la gestión política tiene menos que
ver con una gestión propiamente dicha que con la exposición retórica de unos
futuribles, hasta el punto de que los políticos no sólo alardean de lo
conseguido, sino también de lo que prometen conseguir, aunque luego el curso de
la realidad frustre sus expectativas, lo que tampoco tiene demasiada
importancia: en el sistema de valores de la política vale tanto lo llevado a
cabo como lo llevado a ninguna parte. La intención es lo que cuenta: si
prometes, qué sé yo, el desdoble de una carretera y el proyecto se queda en un
desbroce de las cunetas, la responsabilidad no es de nadie, o en cualquier caso
lo sería de la carretera en sí, que se resiste a ser desdoblada por sus
malentendidos con los presupuestos, o por lo que sea, que eso suele ser
imprevisible.
Con
estos trastornos que nos ha traído el virus, estamos asistiendo a decisiones
políticas que resultarían cómicas si de fondo no hubiese una realidad trágica.
En un principio, por ejemplo, los gobiernos autonómicos reclamaban una mayor
autoridad para la gestión de la pandemia, convencidos tal vez de que el virus
requería un tratamiento distinto en según qué territorios más o menos
diferenciales y más o menos históricos. Y así hasta que el gobierno central
decidió transferirles la patata caliente de esa autoridad, con un resultado
inmejorable: ahora los gobernantes autonómicos no saben qué hacer con esa
autoridad transferida, en parte porque la única autoridad indiscutible que
existe en estos momentos no es otra que la del virus.
Aquí
se confino a un país entero con criterios capitalinos: comoquiera que en
algunas grandes ciudades la gente moría en tropel, la solución era enclaustrar
a los 400 habitantes de la localidad gaditana de Benamahoma, por ejemplo, y
cerrar a cal y canto la taberna de la aldea extremeña de Trevejo, lugar de
reunión de sus 16 vecinos. El centralismo pandémico, como quien dice.
Luego
vino la llamada al turismo seguro, aunque no se especificase para quién era
seguro. El resultado está en los gráficos estadísticos.
Ahora
vamos por la fase eufemística: segunda ola no, sino rebrotes controlados.
Pues
muy bien.