domingo, 30 de agosto de 2020

LOS CRITERIOS


(Publicado ayer en prensa)


A lo largo de la Historia conocida, la clase política mundial ha demostrado estar de sobra preparada para conducirnos al paraíso en la Tierra mediante estrategias encaminadas a la consecución de todos los equilibrios socioeconómicos habidos y por haber, al menos en un plano teórico, pero, como contrapartida, no sabe qué hacer ahora frente a un virus inoportuno.

No es lo mismo diseñar un plan hidrográfico, por ejemplo, que fiscalizar el comportamiento de un agente infeccioso microscópico acelular. Son cosas diferentes.

            La experiencia nos indica que gran parte de la gestión política tiene menos que ver con una gestión propiamente dicha que con la exposición retórica de unos futuribles, hasta el punto de que los políticos no sólo alardean de lo conseguido, sino también de lo que prometen conseguir, aunque luego el curso de la realidad frustre sus expectativas, lo que tampoco tiene demasiada importancia: en el sistema de valores de la política vale tanto lo llevado a cabo como lo llevado a ninguna parte. La intención es lo que cuenta: si prometes, qué sé yo, el desdoble de una carretera y el proyecto se queda en un desbroce de las cunetas, la responsabilidad no es de nadie, o en cualquier caso lo sería de la carretera en sí, que se resiste a ser desdoblada por sus malentendidos con los presupuestos, o por lo que sea, que eso suele ser imprevisible.

            Con estos trastornos que nos ha traído el virus, estamos asistiendo a decisiones políticas que resultarían cómicas si de fondo no hubiese una realidad trágica. En un principio, por ejemplo, los gobiernos autonómicos reclamaban una mayor autoridad para la gestión de la pandemia, convencidos tal vez de que el virus requería un tratamiento distinto en según qué territorios más o menos diferenciales y más o menos históricos. Y así hasta que el gobierno central decidió transferirles la patata caliente de esa autoridad, con un resultado inmejorable: ahora los gobernantes autonómicos no saben qué hacer con esa autoridad transferida, en parte porque la única autoridad indiscutible que existe en estos momentos no es otra que la del virus.

            Aquí se confino a un país entero con criterios capitalinos: comoquiera que en algunas grandes ciudades la gente moría en tropel, la solución era enclaustrar a los 400 habitantes de la localidad gaditana de Benamahoma, por ejemplo, y cerrar a cal y canto la taberna de la aldea extremeña de Trevejo, lugar de reunión de sus 16 vecinos. El centralismo pandémico, como quien dice.

            Luego vino la llamada al turismo seguro, aunque no se especificase para quién era seguro. El resultado está en los gráficos estadísticos.

            Ahora vamos por la fase eufemística: segunda ola no, sino rebrotes controlados. 

            Pues muy bien.

jueves, 27 de agosto de 2020

LA MORALIDAD A MEDIAS Y LA HIPOCRESÍA AL MÁXIMO



El British Museum ha retirado el busto de sir Hans Sloane, cuya colección de arte sirvió de base para la fundación de dicho museo.¿El motivo? Que el tal Sloane se enriqueció gracias a una mano de obra esclavizada en una plantación de azúcar que poseía en Jamaica.
Eso está muy bien, por supuesto, y al sótano lóbrego con Sloane, pero no pasa de ser un gesto de hipocresía retrohistórica si no se ve acompañado de gestos menos simbólicos -y de paso menos... "demagógicos".
Por ejemplo, devolver a Grecia y a Egipto las obras de arte que se exhiben allí gracias al saqueo, al robo y al expolio, empezando por las piezas del Partenón vendidas al gobierno británico en el siglo XIX por el espabilado embajador lord Elgin.
Y, ya puestos, mandar a Jamaica, como compensación póstuma, todas las obras de arte que el tal Sloane compró gracias a los esclavos de allá.
Pero eso ya no.
Se retira el busto y la conciencia nacional queda limpia y redimida ante el mundo civilizado.
La moral también tiene, en fin, aparte de sus consabidas hipocresías, sus cursilerías.

domingo, 23 de agosto de 2020

LO QUE HAY


(Publicado ayer en prensa)

A estas alturas, raro es quien no tiene una solución expeditiva para acabar con esta pandemia. Todos sabemos lo que habría que hacer, que suele ser justo lo contrario de lo que hacen los responsables de tomar decisiones al respecto. Todos padecemos, en fin, el síndrome de Casandra, esa maldición mitológica según la cual nuestras advertencias alarmistas están condenadas a no ser tomadas en consideración por nuestros semejantes.

         Si me permiten el descenso a lo personal, a mediados de mayo conjeturé, en un medio público, que en la primera quincena de agosto asistiríamos a una expansión masiva y descontrolada de los contagios.

No es que sea uno adivino ni nada similar: para ese pronóstico bastaba con sumar 2 y 2, como quien dice. Por desgracia, el curso de los acontecimientos me ha dado la razón, lo que no quiere decir que haya acertado: simplemente aventuré lo obvio, que es algo diferente del acierto.

         A pesar del empeño de nuestras autoridades por fomentar una ficción de calma, así se trate de una calma en vilo, las cosas van muy mal y es posible que vayan a peor, dado que el concepto de “nueva normalidad” se ha revelado como una absoluta falta de normalidad, tanto de la antigua como de la nueva, por no decir que se nos presenta como una anormalidad sucesiva, sujeta no al patrón que marquemos artificiosamente al curso de la pandemia, sino al patrón que la pandemia nos marque.

         Estamos a expensas, en definitiva, de lo que el virus decida hacer con nosotros, no a lo que decidamos hacer con respecto al virus. Esa es la cadena de mando, por más que nos hagamos la ilusión de ejercer un control tanto político como sanitario sobre algo que, al menos de momento, no admite control alguno.

         Estamos en la carrera acelerada por la vacuna, convertida en una especie de competición de los orgullos patrióticos más que en una experimentación estrictamente científica. Con todo, habrá que pararse a pensar en que, una vez aprobada para su uso, quedará por delante otra cuestión: el acceso a esa vacuna, que por fuerza habrá de ser menos universal que selectivo.

         En este complicado pandemonio, ni siquiera los negacionistas de la pandemia parecen estar felices. En una reciente concentración celebrada en Madrid, muchos de ellos coreaban: “Queremos ser normales, no subnormales”, lo que no deja de ser una reivindicación muy justa: sólo pedían ser normales, no lo que demostraban ser.

         El horizonte otoñal se nos presenta menos incierto que inquietante, porque la incertidumbre no está lejos de la certidumbre: todo apunta a que la pandemia volverá a la casilla de salida.

         En cuanto a la vuelta a las aulas, por ejemplo, milagro será que no acabe siendo una vuelta inmediata a casa, a menos que el optimismo nos haga suponer que el virus se someterá obedientemente a la disciplina escolar durante diez meses.

         Pero ojalá Casandra se equivoque.

.

domingo, 16 de agosto de 2020

LAS DOS CORONAS

(Publicado ayer en prensa)



En este siglo XXI, cualquier institución monárquica tiene un problema primario: mantener su credibilidad -desde su anacronismo intrínseco- como tal institución. Es decir, procurar que una sociedad que se ha habituado a regirse por mecanismos democráticos -ya sea para constituir el Congreso o para llegar a un acuerdo en una reunión de vecinos- admita la legitimidad de la sucesión dinástica como el sustento constitucional de la jefatura del Estado.

Hasta ahora, ese pacto ficcional se ha mantenido en España tanto por el apoyo activo de los monárquicos como por la renuncia pasiva de los republicanos. En los tiempos de la Transición, se convino aceptar la fórmula de la monarquía parlamentaria como una especie de elemento de permanencia frente a la volubilidad gubernamental, desde la convicción de que un país que salía de una larga dictadura necesitaba un referente de estabilidad frente a los vaivenes electorales.

         La fórmula tuvo éxito, hasta el punto de que el cuestionamiento de la monarquía se ha convertido en tabú incluso para partidos de base republicana como el PSOE. Hoy por hoy, algunos han roto ese tabú, y lo han hecho en un momento que es el más adecuado y a la vez el más inadecuado de todos los posibles. Es el momento adecuado porque las sospechas de enriquecimiento anómalo que recaen sobre el rey emérito traspasan la suposición para invadir el terreno de la evidencia, lo que fragiliza la institución monárquica hasta extremos potencialmente destructivos e irredimibles, y es el más inadecuado porque el  país se enfrenta a una crisis socioeconómica severa a la que no parece conveniente sumar una crisis de simbología, ya que los símbolos, por raro que parezca, tienen efectos políticos más poderosos que los que cabría atribuir a una sugestión colectiva como lo es, a fin de cuentas, el acatamiento de que la figura del jefe del Estado no esté sujeta a la decisión popular, sino a los azares hereditarios.

         A falta de las conclusiones a que llegue la administración de justicia –sin duda más por vía suiza que española-, la figura del rey emérito se nos presenta de momento bipolarizada: una especie de Jekyll y Hyde. Hay quien ensalza sus méritos tanto políticos como diplomáticos durante su reinado, aunque queda la duda de que una figura de esencia simbólica pueda permitirse la dualidad: un símbolo puede ser ambivalente, pero no debe ser contradictorio. Aparte de eso, la moral no es fraccionable.

         Felipe VI no sólo ha heredado una corona de oro, sino también una corona de espinas. Si no logra deshacerse de la segunda, es posible que, tarde o temprano, se vea obligado a renunciar a la otra.

Pero ninguna de las dos opciones depende de él: un símbolo soporta cualquier cosa, salvo la realidad.


.

domingo, 9 de agosto de 2020

LO PERDIDO


(Publicado ayer en prensa)


Muchas de las cosas que considerábamos insignificantes las añoramos ahora como muy significativas. Por ejemplo, entrar en un bar sin que nos espantase que encima del mostrador hubiese alimentos expuestos a todos los aerosoles víricos o bacterianos que nos diese por soltar cuando estornudábamos o cuando discutíamos con el vecino de barra -cada cual desde su enfoque ideológico- sobre las medidas más eficaces para el arreglo instantáneo de los problemas del país, por esa cualidad mágica que tienen los bares de transformarse en una versión alcoholizada del Congreso de los Diputados.

            Echamos de menos salir a la calle no para respirar aire puro, porque eso no es patrimonio universal, pero sí al menos para respirar algo que no fuesen nuestras propias toxinas. Recordamos con nostalgia los encuentros distendidos con  esos familiares y amigos a los que ahora vemos como amenazas potenciales para nuestra salud. Rememoramos aquellos paseos por la playa sin mascarilla, porque una persona en bañador o en bikini se convierte en una estampa surreal si va enmascarada, e incluso sugiere algún tipo de fetichismo, aunque agradecemos a nuestras autoridades que no hayan impuesto el uso de escafandra.

            Echamos de menos muchas cosas, en fin, pero en especial nos echamos de menos a nosotros mismos, convertidos ahora en personas hurañas y asustadizas, en seres emocionalmente fragilizados por un ente invisible, cuando no en sociópatas.

            Al principio de esto, optamos por la versión dulcificada del ser humano: la solidaridad, la empatía, la conmiseración por los enfermos, los aplausos. A estas alturas, vamos ya por el individualismo, por la desconfianza y por el sálvese quien pueda, hasta el punto de que vemos a alguien sin mascarilla y se nos despierta un odio irracional, en tanto que los negacionistas de la mascarilla nos ven como borregos amaestrados que asumen el ponerse un bozal como gesto de sumisión. Tampoco podía esperarse mucho más de nosotros.

            Nos preguntábamos qué aprenderíamos de esta lección severa, y los más optimistas preconizaban un cambio de mentalidad, por supuesto para bien. Sí, cómo no: siempre perfeccionándonos.

            Estamos a principios de agosto y Aranda de Duero (32.000 habitantes) ha tenido que volver al confinamiento. Y ya se sabe: a factores idénticos, consecuencias extrapolables.

            Tiene uno la impresión de que, a pesar de los malos datos sanitarios, estamos dándonos una tregua artificial, a la espera de septiembre, en que nos aguardan experimentos inquietantes: por ejemplo, la vuelta masiva al trabajo y a las aulas, al transporte público y a los grandes focos de contagio de los que muchos han podido huir gracias a las vacaciones.

Y a ver por dónde rompe la sorpresa.


.

viernes, 7 de agosto de 2020

EL COLAPSO


Si alguien piensa que estamos en un mal escenario global, puede consolarse viendo esta serie francesa: todo puede ser mucho peor de lo que es.


¿De qué va?

A consecuencia de una catástrofe que no se explicita, nuestro sistema social se descalabra y se impone, por encima de todo lo demás, el instinto individual de supervivencia.

¿Ciencia ficción? Potencialmente premonitoria, más bien. 

¿Terror distópico? Puede ser, pero el factor terrorífico no es un monstruo, un asesino en serie ni un virus, sino el ser humano normal y corriente.

8 episodios de trama independiente y de poco más de 20 minutos.
Tan buena como angustiosa.

Muy recomendable, aunque no me atrevo a recomendarla: con lo que tenemos encima vamos sobrados.

No obstante...