En
torno a diciembre, los comentaristas de novedades literarias y los
periodistas más o menos culturales -e incluso algunos escritores que
sucumben a la alegre tentación de glorificar a sus colegas más queridos a
través de la estadística- se ponen de acuerdo en señalar como obras
inmortales de nuestra literatura algunos libros publicados a lo largo
del año.
Al año siguiente, ya nadie se acuerda de esas obras inmortales, como es lógico, en parte porque hay que hacer hueco a las obras inmortales de la nueva añada, y de eso va la ronda: de prorratear la inmortalidad en vida, supongo que bajo un lema del tipo "Inmortaliza, que algo queda".
Acabo de leer, en fin, una de las obras inmortales de 2013, y la verdad es que no me defrauda: es tan desvalidamente pretenciosa y mediocre, tan relamida y tramposa, tan desconsoladamente mortal, que era casi imposible que no les confundiese el juicio a los expertos en obras inmortales de temporada.
Al año siguiente, ya nadie se acuerda de esas obras inmortales, como es lógico, en parte porque hay que hacer hueco a las obras inmortales de la nueva añada, y de eso va la ronda: de prorratear la inmortalidad en vida, supongo que bajo un lema del tipo "Inmortaliza, que algo queda".
Acabo de leer, en fin, una de las obras inmortales de 2013, y la verdad es que no me defrauda: es tan desvalidamente pretenciosa y mediocre, tan relamida y tramposa, tan desconsoladamente mortal, que era casi imposible que no les confundiese el juicio a los expertos en obras inmortales de temporada.
O dicho de otro
modo: todo cuadra y armoniza. Todo, en definitiva, como corresponde.