Hemos tenido que adelantar una hora los
relojes, porque incluso el Tiempo acaba siendo esclavo de las decisiones
políticas, a las que todos nos debemos, seamos personas, seamos ganado ovino o
vacuno o bien seamos abstracciones.
No puedo presumir de ser lo que se dice un
especialista en cambios horarios, todo lo contrario más bien, aunque supongo
que existirán tantas razones para adelantar la hora como para dejarla como
estaba, a pesar de que las razones en contra resultan ociosas a estas alturas:
las 11 de la mañana son ya las 12 del mediodía, inexorablemente, hasta que nos
den la contraorden de atrasar los relojes,
allá por el otoño, que es precisamente cuando a uno le gustaría que el
anochecer llegara más tardío, para aplazar un poco el efecto de esa melancolía
sin porqué y sin alivio que suelen inocularnos las tinieblas durante las
estaciones frías.
Vive
uno de repente en una especie de doble régimen temporal, no sólo porque cuesta
habituarse a esta elipsis, a esta hora robada, borrada por decreto y de un
plumazo de la historia general del tiempo, sino porque la pereza nos hace dejar
en la hora antigua ese reloj de pared que queda altísimo, hasta que un día
cojamos la escalera de mano para alguna otra cosa y adelantemos las manillas de
ese reloj recalcitrante, marcador de una hora difunta, rezagado y absorto en su
lógica de mecanismo invariable, ajeno al quita y pon que se traen los humanos
con las horas. También seguirán marcando una hora anticuada esos relojes de
pulsera que apenas usamos y que, no obstante, prosiguen su fiel tictac en el
cajón de una cómoda o en el secreter de la mesilla de noche, y, cuando algún
día saquemos alguno de ellos de su estuche, creeremos al pronto que se nos ha
averiado, pero luego nos acordaremos del cambio primaveral de hora, y
pensaremos en esa hora que jamás existió, y sincronizaremos entonces el reloj
cimarrón con sus colegas vanguardistas.
Los
relojes llamados digitales merecen capítulo aparte, ¿verdad? Porque las
manillas de un reloj de cuerda las movemos con facilidad y sin tener que pensar
siquiera en cómo hacerlo, por un acto reflejo adquirido desde que nos regalaron
nuestro primer reloj ruidoso, pero ¿cómo se adelanta un reloj digital? No creo
que nadie se sepa eso de memoria, de modo que hay que recurrir al manual de
instrucciones, y entonces surge un problema complementario: ¿dónde estará el
manual de instrucciones del reloj? Revuelves media casa y, por fortuna, el
manual aparece antes de verte obligado a revolver la otra mitad. “Estupendo”,
dices, así que abres el manual de instrucciones, que viene en ocho idiomas, y,
al leerlo en español, compruebas que lo mismo te daría leerlo en japonés, por
la simple razón de que el manual instructivo de tu reloj digital de fabricación
taiwanesa parece haberlo traducido un musulmán suní de Tayikistán emigrado a
Kao-hsiung para aprender la lengua de Cervantes en la academia de idiomas
clandestina de un turcumano.
Y es que con el tiempo, en
fin, conviene jugar lo menos posible, por si acaso. Por si acaso le da por jugar
a correr más aprisa.
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