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Resulta lógico que casi todos los animales durmamos, ya sea de noche o de día, según nuestro sistema peculiar de depredación o de lo que sea, pero lo que no resulta lógico -ni tal vez aceptable- es que tengamos que soñar mientras dormimos. ¿Para qué sirve un sueño si no eres un oniromante como Artemidoro o como Sigmund Freud? Para nada, y la mayoría de las veces para pasar un mal rato.
Nos dormimos cuando el cuerpo se nos vence, y se supone que dormimos para descansar, aunque la mayoría de las veces nos despertamos más agotados que cuando cerramos los ojos, porque los sueños nos han trasladado a junglas difíciles, nos han hecho viajar en globo aerostático, nos han brindado la ficción de ser perseguidos por un tigre o nos han arrojado a un abismo, entre otras acrobacias. El guión de los sueños suele ser proclive a las acciones de alto riesgo, y no conozco a nadie que haya soñado que duerme tranquilamente en su cama, que sería al fin y al cabo el sueño idóneo.
El concepto de pesadilla define la condición infernal del sueño, lo que no quita que todo sueño sea infernal a su manera, pues no existe sueño que no parezca ser guiado por mano diabólica. Incluso el aventurado que sueña con su actriz predilecta acaba afligido a los dos o tres segundos de despertar, cuando comprueba que todo fue una fantasía sin más fundamento que la frustración, y entonces puede caer en la pesadilla de la vigilia, y ensombrecerse mucho por dentro, porque se da la circunstancia de que no hay sueños imposibles, al poderse soñar en teoría con todo, pero resulta que el hecho de soñar un sueño imposible tiene el efecto paradójico de evidenciar su imposibilidad.
La capacidad de soñar debería ser algo insólito, reservado a los magos y hechiceros de la tribu y negado a la gente corriente. “Ese sueña”, diríamos con respeto, con asombro y con algo de conmiseración. De ser así, podrían montarse espectáculos con los soñadores, que contarían a los durmientes puros sus peripecias oníricas: “Anoche soñé que cruzaba un puente líquido y me topé de frente con un dragón tricéfalo que resultó ser el alma en pena de mi tío Camilo, el que se fue a vivir a La Pampa argentina y regresó de allí con cinco dientes de oro. Cuando le dije que era su sobrino, el dragón se transformó en Uri Geller, el que doblaba las cucharas, que se empeñó en invitarme a tomar el té en el castillo del conde Drácula…”. Y la gente aplaudiría tras la narración de los disparates.
Conocí a un hombre que vivía mortificado por los sueños, pues no lograba olvidarlos, que es lo que solemos hacer casi todos incluso antes de despertar. Recordaba, uno por uno, todos sus sueños, o eso decía. Visitó a médicos de muchas especialidades, aunque ninguno supo librarle de su padecimiento. Murió hace un par de meses, con los ojos muy saturados de horrores aleatorios. Sus últimas palabras fueron: “Ojalá el sueño eterno no sea eterno”. Ojalá.