(Publicado en prensa)
Adelantándome a los propósitos
para el año nuevo, hace cosa de un mes decidí convertirme en conspiranoico.
“¿Por qué?”, se preguntarán ustedes. Pues no lo sé, la verdad. Tal vez porque
el conspiranoico tiene la facultad de darse respuestas que están negadas a las
personas que se hacen pasar por sensatas. Por ejemplo, si vemos una estela de
vapor en el cielo, los conspiranoicos tenemos la fortuna de no ver una vulgar
estela de vapor, sino una estela química que contiene elementos adulteradores
del clima o bien componentes que benefician la manipulación psicológica de la
población en general, en el caso venturoso de que no se trate de una fumigación
para provocar infertilidad e impotencia, para de ese modo acabar con la especie
humana, excepción hecha de los multimillonarios que se han comprado una isla
para instaurar allí una civilización de oligarcas y de esclavos. (Y pasemos de
puntillas por el espectáculo escandaloso al que hemos asistido hace unos días:
el trucaje de las bolas de la lotería nacional).
La
semana pasada se convocó en mi pueblo una jornada de vacunación sin cita
previa. De la gripe y del covid. A lo grande: dos chutes de una vez. A pesar de
mi flamante condición de conspiranoico, acudí a la inmolación, aunque con un
propósito secreto, que de inmediato les desvelaré.
Nada
más recibir los dos pinchazos, con mis brazos al desnudo para no perder tiempo,
salí escopeteado del ambulatorio, a cuya puerta me esperaba un cómplice, cuyo
nombre ocultaré para que no lo fichen los controladores oficiales de personas,
aunque no tengo inconveniente en revelar que ha sido mi maestro y mentor en la
sufrida ciencia de la conspiranoia. (A él debo grandes revelaciones: que Morgan
Freeman es en realidad Jimi Hendrix y que el actual Paul McCartney es un
suplantador, ya que el verdadero murió en 1966, aparte de otras curiosidades,
como por ejemplo que la Tierra es hueca y está habitada por alienígenas, aunque,
a estas alturas, pueden ser considerados terrícolas, aunque sin papeles).
Bien.
Nada más salir de allí, según decía, le tendí a mi cómplice el brazo en que me
habían puesto la presunta vacuna del covid
y logró sacarme con unas pinzas el microchip, que aún no había tenido
tiempo de adentrarse en las zonas inaccesibles de mi organismo, pues se estima
que el GPS del microchip necesita orientarse durante unos 30 segundos antes de
instalarse en esa zona en que resulta efectiva su interacción con la tecnología
5G.
Guardamos
el microchip en una probeta y ahora me dedico a colgársela del collar al gato
del vecino, a enterrarla en una maceta o a sumergirla en una copa de vino, para
de ese modo despistar al iluso que cree estar controlando mis pensamientos y
movimientos.
Una
modesta forma de resistencia, en fin, frente a la vigilancia global.
Que
tengan ustedes un feliz 2024.
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