Un día, mientras paseábamos por la ribera del Duero, en Oporto, esa ciudad tobogán, mezcla rara y fascinante de siglo XVIII y de años 50, bajo nubarrones que parecían ectoplasmas de plomo, el escritor Enrique Vila-Matas, coleccionista de rarezas metafísicas y de azares pintorescos –en el caso de que exista algún azar que no merezca la calificación de pintoresco-, nos señaló a Jorge Edwards y a mí una lápida de mármol colocada sobre el dintel de un portón y, con esa forma suya de sonreír que parece basarse en una sonrisa indefinidamente postergada, nos dijo: “Leed lo que pone”, y lo que leímos fue lo siguiente: “Aquí nació Josè Luis Gomes de Sá (1851-1926), que inventó para el mundo el bacalao al gomes de sá, gloria de la cocina portuguesa. Homenaje de sus admiradores de Portugal y de Brasil. 1988”.
Está bien, ¿no? Inventas una receta de bacalao y tus admiradores perpetúan en mármol tu memoria, por si alguien cometiese la imprudencia de olvidarse de ti, pues suele tener mala memoria la Humanidad no sólo para los inventores de recetas de bacalao, sino también para los inventores en general: ¿qué lápida de mármol o qué monumento de bronce conmemora al inventor de la compresa con alas, pongamos por caso, o al de la gamuza mágica para limpiar metales? ¿Qué estatua ecuestre glorifica el paso por este mundo del inventor de las espuelas? ¿Qué monolito eterniza al filántropo que tuvo la ocurrencia de concebir el turrón para diabéticos?
El género humano es desagradecido, según parece, pues nada resultaría más sencillo que el hecho de llenar nuestras ciudades de monumentos dedicados a la memoria de la gente inventora, a la que tantos prodigios debemos: el exprimidor de zumo, el cuchillo eléctrico, el edredón de pluma, los huevos a la flamenca, el ensartador automático de hilo de coser, el gazpacho, la mortadela con aceitunas, las bolas chinas vaginales, el sacapuntas de manivela… Qué sé yo. Iría uno por la calle absorto en la contemplación de monumentos y en la lectura de lápidas, y se admiraría del ingenio ajeno, lo que siempre constituye un ejercicio moral excelente, pues nada consuela más que la certeza de que existen congéneres nuestros que se toman la molestia de inventar para que el prójimo obtenga beneficio cotidiano de esa invención, así se trate de un matamoscas eléctrico o de una bayeta antiadherente.
Gomes de Sá, inventor del bacalao al gomes de sá, murió hace muchos años, pero aún hay gente en Portugal y en Brasil que admira a Gomes de Sá propiamente dicho y que degusta el bacalao al gomes de sá, gloria de la cocina portuguesa. Un hombre con suerte, sin duda, este Gomes. Porque la mayoría de los inventores, ya digo, se va de este mundo sin dejar estelas de admiración, a no ser que su invento consista en la luz eléctrica o en la bomba atómica. Y se pregunta uno: ¿cuánto puede costar una lápida que eternice el nombre del inventor de la campana extractora o el del creador del helado de chocolate blanco con chocofriskis de Illinois? Cuatro duros. Y por esos cuatro duros ningún inventor sería menos que Gomes de Sá, que, a fin de cuentas, le debe su inmortalidad al bacalao, esa sustancia alquímica de los portugueses.