Ahora -lo siento- toca andar en esto...
https://leerporleer.com/resenas/la-conspiracion-de-los-conspiranoicos/
Ahora -lo siento- toca andar en esto...
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https://www.hoyesarte.com/literatura/ficcion/si-no-conoces-a-walter-arias-ya-estas-tardando_253536/
(Publicado ayer en prensa)
Vamos acostumbrándonos a que todo
sea anómalo y moderadamente absurdo, lo que no quiere decir que lo aceptemos,
sino más bien lo contrario: hay una parte de nosotros que se niega a
conformarse con esta nueva realidad, que más que nueva es mala y que, más que
realidad, tiene mucho de pesadilla.
Las
autoridades, tanto políticas como sanitarias, nos piden responsabilidad, y
hacemos el propósito de ser responsables, aunque se da el caso de que lo que
más nos pide el cuerpo, tras estos meses de rigideces normativas, es un poco de
irresponsabilidad, y en eso tenemos más tradición que en lo otro, de modo que a
la petición de responsabilidad respondemos con la alegría de quienes en el
fondo se sienten invulnerables a la desgracia, hasta que nos toca de cerca, y
ahí ya no es que optemos por la responsabilidad, sino por el miedo.
A
estas alturas, raro es quien no conoce a alguien que haya sido afectado por el
virus, lo que hace que la pandemia deje de ser una abstracción estadística en
nuestra mente para convertirse en nuestro ánimo en una amenaza concreta. Aparte
de un historial médico, muchos de esos enfermos disponen también de una pequeña
novela de terror: quien se ha pasado meses sedado e intubado en un hospital,
quien se ha sentido morir de repente por falta de aire, quien no puede con su
cuerpo… Y es que parece ser que estamos ante un virus imaginativo que ofrece un
catálogo surtido de síntomas y de consecuencias y que reparte la desgracia con
una aparente aleatoriedad, al igual que los Reyes Magos, que a menudo regalan
más a su antojo que con arreglo a los deseos de los pequeños.
No
sé. La convención quiere que estas sean fechas de ilusión y de esperanza, pero
en este año difícil nada resulta fácil. Nos anuncian, como una gran noticia, que
en marzo estará vacunado un 5% de la población, pero resulta que ese 5% es apenas
un poco más que nada, de modo que la previsión es que en 2021 sigamos como
ahora, aunque sin duda más cansados, más abatidos y con nuestro famoso sentido
de la responsabilidad transformado en desesperación, ya que nadie está del todo
capacitado para vivir durante demasiado tiempo en la irrealidad, o en una
realidad fracturada, o en un mal sueño del que nunca se despierta.
Se
supone, sí, que estamos obligados a ser optimistas, pero resulta que ese
optimismo tendrá que verse constatado de manera incierta en el futuro, y lo que
ahora echamos de menos es el presente. La esperanza se resigna –qué remedio- al
medio y largo plazo, pero, cuando el plazo es indefinido, puede imponerse la
desesperanza.
Aunque
aquí seguimos, en fin, a la espera de que el ángel exterminador no derrote al
ángel de la guarda. Buena suerte.
.
Reportaje de Ignacio F. Garmendia en Diario de Sevilla:
https://www.diariodesevilla.es/delibros/conspiracion-conspiranoicos-benitez-reyes_0_1528047585.html
(Publicado hoy en prensa)
Nada es del todo como era, y la esperanza
de que las cosas vuelvan a ser como fueron va debilitándose en lo más profundo
de nuestro sentir, porque algo allí nos susurra que nuestra antigua realidad
era algo mucho más frágil de lo que nos atrevíamos a sospechar incluso en
nuestras rachas de pesimismo.
En mayor o
menor grado, con más o menos dosis de melancolía, vamos haciéndonos el ánimo al
fatalismo de que, durante mucho tiempo, ni las cosas volverán a ser como antes
ni nosotros volveremos a ser como fuimos. Estamos en el proceso de una rara
metamorfosis individual y colectiva, y a ver qué sale de ahí.
Anhelamos una
vacuna, pero al mismo tiempo desconfiamos de la eficacia y seguridad de estas
vacunas urgentes que nos ilusionan y nos dan miedo. Y nos ilusionan y nos dan
miedo porque ambas emociones son irracionales, como solemos serlo todos cuando
nuestras supersticiones prevalecen sobre nuestro conocimiento. De vacunas
entienden los que siempre han entendido de vacunas, lo que no quita que cada
uno de nosotros se permita entender de lo que no entiende. Al fin y al cabo, llevamos
la ciencia infusa y traemos la suspicacia de fábrica. Dudamos de todo, menos de
nosotros mismos. Y ahora que tenemos vacunas toca el escepticismo ante la
inmunización. Somos así. Somos peculiares.
No falta quien
da por hecho que estas vacunas nos volverán loco el organismo y acabaremos
convertidos poco menos que en mutantes, hasta el extremo de que nuestros
descendientes acabarán con dos o tres narices y con cuatro brazos, en el caso
afortunado de que no nazcan con unas cuantas orejas en los pies o con un pie en
cada oreja. Cuestión, en fin, de
esperar: ya veremos. Porque se trata de solucionar el presente, no de imaginar
futuros fantasiosos.
Nos damos
cuenta ahora de que lo que teníamos no era mucho ni era poco, sino que era sencillamente
lo nuestro: lo que nos regalaba la vida, que no estaba fundada en experimentar aventuras
trepidantes ni en concatenar grandes sorpresas, sino en el disfrute de las
pequeñas cosas que nos gustaban, que nos distraían y que conformaban una rutina
tal vez muy simple, pero casi imperceptiblemente dichosa: tocar cosas sin
miedo, tocarnos sin miedo, hablarnos cara a cara sin miedo y sin distancia...
De una manera
o de otra, las circunstancias están obligándonos, muy a nuestro pesar, a
reinventarnos a marchas forzadas, para no correr el riesgo de convertirnos en
los fantasmas nostálgicos de nosotros mismos.
No puede
decirse que se trate de una tarea sencilla, porque uno está medio acostumbrado
a convivir con su propio pensamiento, con su historial de vida, con las brumas de
su memoria, con sus manías y prejuicios, y de repente hay que aprender a
convivir con un extraño en un mundo extraño.
Ese extraño que se refleja en tu espejo y te
pregunta “¿Y ahora qué?”.
Lo más extraño de todo es recordar lo que genéricamente llamábamos "la vida" como un algo abstracto: un confiado fluir de gente por las calles, el rumor que salía de los bares como un guirigay festivo, la despreocupación por nuestra corporeidad, sin temor a sus fragilidades...
En la revista ZENDA, un adelanto de la novela:
https://www.zendalibros.com/la-conspiracion-de-los-conspiranoicos-de-felipe-benitez-reyes/
(Publicado ayer en prensa)
Como no hace falta decir, la vida se nos ha puesto muy rara:
nos reconforta más la rememoración nostálgica del pasado que las expectativas ilusionantes
del futuro, en parte porque el futuro lo intuimos como un espacio de
frustración, de lo que no podrá ser, de lo que nos veremos obligados a
renunciar. De momento, el porvenir es menos una incógnita que un vacío.
El presente, por su parte, se nos ha
reducido a muy poca cosa: este aluvión de datos estadísticos desalentadores, de
noticias que a la vez son buenas y terribles. Esta sucesión de esperanzas que
no son incompatibles con la desesperanza. Este agarrarnos, en fin, a cualquier
clavo ardiendo.
Las circunstancias nos han vuelto
elegíacos a la fuerza, hasta el punto de que las insignificancias antaño
cotidianas –la barra de un bar, un abrazo, un brindis- se nos han magnificado
en la memoria hasta alcanzar la categoría de acontecimientos históricos: qué
pequeñas eran las pequeñas cosas, pero qué grandes.
Cada mañana,
al despertarnos, disfrutamos de unos segundos de despreocupación, de regreso a
la conciencia antigua, como si siguiésemos en la vieja forma de vida, hasta que
caemos en la cuenta de que estamos en una realidad tan vehemente que hasta
parece una irrealidad brumosa, un sueño cíclico del que no podemos escapar. No
sé. Parece que vivimos de prestado, como intrusos en un mundo nuevo que no
acabamos de entender del todo. Como exploradores de una jungla en la que hay
seres invisibles que pueden matarnos al menor despiste. Salimos a comprar el
pan, en fin, como si en las azoteas hubiese francotiradores.
El
científico Ian Lipkin, una especie de Van Helsing de los virus, acaba de echar
un jarro de agua fría en la hoguera de nuestro optimismo: “No creo que la vida
vuelva a ser del todo normal”, y no hay motivos para suponer que la vida que
venga será mejor que la de antes, porque la de antes nos gustaba y la del
futuro nos asusta.
Estamos en
una especie de ensayo general de la melancolía.
Ahora, el debate político se centra
en la manera menos arriesgada de celebrar las fiestas navideñas. Un debate de
altura que, como todo buen debate político, propicia la controversia de raíz
ideológica, con sus adecuadas derivaciones sanitarias: unos proponen un máximo
de seis comensales, mientras que otros se inclinan por aumentar el número a
diez, aunque sin contar con el dictamen del virus, que imagino que tendrá su
opinión respecto a qué es multitud y qué no. ¿Quiénes acertarán? Misterio. (El
presidente autonómico que acierte debería ser ascendido como poco a emperador.)
A estas alturas, estamos hecho a la
idea de que nada volverá a ser como era, incluidos nosotros. Eso sí, y menos es
nada: ya está encendido, en todo su esplendor municipal, el alumbrado.
(Publicado ayer en El Mundo.)
Recuerdo a Brines en escenarios muy diversos,
y en todos ellos lo recuerdo idéntico a sí mismo: un insobornable entusiasta de
los dones del mundo. Es decir, un melancólico.
Recuerdo
a Brines, no sé, en un Madrid de bares tardíos, con su mundanidad de veterano explorador
de la noche. En Nueva York, paseando por la Quinta Avenida, espectral y
solitaria, a 15º bajo cero, de madrugada, intentando localizar una zapatería
para comprarse a primera hora unos zapatos cómodos, tras recorrer durante toda la tarde esa especie
de librería alejandrina que había en el Bronx y cuyo fondo, por esas vueltas
que dan el mundo y los libros, está hoy en Sevilla.
Lo
recuerdo en Murcia, donde los oyentes de sus lecturas poéticas lo aclamaban
igual que a un torero victorioso, en aquellos congresos babélicos que organizaba
José María Álvarez, el general Lee de toda aquella tropa.
O
en Valencia, su tierra, en las noches confusas de esos veranos de irrealidad
shakespeariana llenos de duendes y de
hadas suburbiales que bailaban sin parar tras ingerir el filtro mágico de los
licores y de las drogas de diseño.
O
en Lisboa, sonriente él ante el fragor sabatino de aquella juventud que se
encaminaba, altiva y perfumada de sí misma, a las discotecas.
O
en Sevilla, a la salida de la Maestranza, con Juan Luis Panero y Carlos Marzal,
hablando con fervor retrospectivo de Pepe Luis Vázquez.
El secreto de la poesía pasa de mano en
mano, de generación en generación, igual que un fuego invisible: la
superviviente eterna de las voces apocalípticas que anuncian con alarma cíclica
su extinción. Pero cayó la Roma imperial y ahí sigue Virgilio. Mueren los
emperadores del Japón y los livianos y antiguos haikús siguen conmoviéndonos.
Brines es el maestro conversador, en fin,
al que le gusta compartir el secreto callado de la poesía y el secreto a voces
de la vida, y lo hace con esa magnanimidad que sólo pueden permitirse los
verdaderos dueños de ese tesoro de misterio y de pasado que se esconde detrás
de unas sílabas contadas.
.
De lo que no
puede estar uno seguro es de que, una vez recuperada la economía, recuperemos también
nuestros equilibrios emocionales, nuestro sentido de la sociabilidad o incluso
nuestros antiguos temores, que ahora han sido sustituidos por un único temor
global.
Aunque, bien
pensado, no hay nada que alcance a ser global: ahí tenemos, por ejemplo, a los
alegres negacionistas de la pandemia, esas mentes iluminadas por un dios
desconocido que dan por hecho que todo esto es un montaje para inocularnos un
chip con el pretexto de vacunarnos de un virus imaginario.
El proceso
psicológico es sin duda muy complejo, quizá porque la mente de un conspiranoico
es más compleja que una mente estándar: el conspiranoico ve cosas que los demás
no vemos, cabe suponer que en parte porque se trata de cosas inexistentes,
aunque quién sabe: de un mundo controlado por Bill Gates, por los masones y por
los illuminati puede uno esperarse
cualquier cosa. Incluso que la Tierra sea, en efecto, plana y que su presunta
redondez sea un invento de los fabricantes de globos terráqueos para hacer caja
a costa de la ingenuidad geológica de la gente.
Ya nada puede
sorprendernos, en fin. Ya nada. Hasta el punto de que piensa uno que la actitud
más sensata en estos momentos de incertidumbre consiste en convertirse en un
conspiranoico profesional: convencerse cuanto antes de que a Trump le han
robado las elecciones los globalistas, dar por hecho que el uso de mascarilla
destruye nuestro sistema inmunológico, sostener que los virus no existen y que
los pocos que puedan existir son engendros de laboratorio, llegar a la
conclusión de que nuestro gobierno actual aspira a imponer una dictadura
socialcomunista y proclamar que los chemtrails son fumigaciones de metales
pesados para hacernos estériles y así acabar de una vez por todas con la
Humanidad casi en pleno, una vez que se llegue a la conclusión científica de
que lo que pretenden los oligarcas disfrazados de filántropos es el exterminio
masivo de la población.
Convertirse en
un conspiranoico, en definitiva, sólo reporta ventajas: puedes negar de forma
categórica lo que diga un virólogo sobre los virus, lo que diga un epidemiólogo
sobre las epidemias y lo que diga un inmunólogo sobre las vacunas.
El único
inconveniente es que esa forma de sabiduría tiene muy restringido en nuestros
días su ámbito de difusión: la barra de los bares.
Pero, sea como
sea, ya saben ustedes: la clave básica está en el chip.
Empecemos por
eso.
La editorial ha dispuesto un sistema de preventa, con descuento del 5%, envío gratuito y opción de recibir el ejemplar dedicado.
Vuelvo a ver El jeque blanco (1952), la primera película de Fellini como único director, tras Luces de variedades, que codirigió con Lattuada.
Quien opta por la militancia
política disfruta de una gran ventaja: la de poder permitirse no sólo la comodidad
del acatamiento de los dogmas laicos que seductoramente le propongan o que amablemente
le impongan, sino incluso la comodidad de asumir las consignas propagandísticas
–así tengan la misma carga metafísica que un anuncio televisivo- que ideen los responsables
de propaganda del partido que figure en su carnet.
No deja de ser
una suerte que alguien piense por ti, pues de ese modo te evitas, como poco, la
tarea de tener que calentarte la cabeza para a menudo no llegar a ninguna
conclusión ideológica que merezca ese nombre, por esa tendencia que tiene el ser
humano a adentrarse en callejones sin salida: te pones a discurrir sobre un
asunto y lo único que consigues es liarte. De ahí quizá nuestra aversión a
meternos en jaleos de pensamiento. Siempre será más confortable adscribirte a
una idea ajena y genérica, en fin, que tener que construir una propia. No hay
color.
En
nuestros días, esa especie de pensadores vicarios han puesto en circulación,
como achaque moral, si no como insulto, el concepto de “equidistancia”, que
según la RAE es algo tan inocente como la “igualdad de distancia entre varios puntos u objetos”.
Si opinas, no sé, que el Gobierno ha gestionado de forma
un tanto desastrosa los aspectos sanitarios de esta pandemia y que ha
gestionado más o menos bien las urgencias sociales derivadas de ella, eres
equidistante, en el caso de que no seas un reaccionario. Si dices que la
presidenta de Madrid se comporta poco más o menos como los independentistas
catalanes cuando están en una fase patriótica aguda, eres equidistante, en el
caso de que no acabes siendo socialcomunista. Etcétera.
A poco que no te alinees de manera
incondicional con un bando, te cae encima, en fin, una equidistancia.
La simplificación del pensamiento está
muy bien, ya digo, sobre todo si lo que procuras es que el pensamiento no te
cause molestias. Ya quisiera uno tener un fervor político sin fisuras, sobre
todo en un país en que los fervores políticos promueven casi el mismo grado de
emocionalidad que dispensamos a nuestro equipo de fútbol predilecto. (Y digo
“casi” porque la gente suele ser más indulgente con su partido político cuando
desatina que con su equipo de fútbol cuando pierde, ya que, ante una derrota
deportiva, la gente tiende a maldecir lo que más ama en este mundo, que suele
ser el equipo de fútbol en cuestión.)
Conviene equidistarse de la
equidistancia, en definitiva, si no quieres ser tachado de equidistante,
insulto que lo mismo pueden aplicarte desde el bando que se siente equidistado que
desde el bando pendiente de equidistar, o lo que sea.
De modo que un consejo humanitario: alinéese. Cuanto
antes mejor.
.
Uno no sabe ya si la política va en consonancia con la realidad, si la realidad le marca el ritmo a la política o viceversa, si cada cosa va a su aire o si ambas van de la mano hacia ningún sitio.
Ese es el enigma, en principio irresoluble.
En
medio de una pandemia, se supone que el problema principal es la pandemia en
sí, no las controversias políticas derivadas de la gestión de la pandemia, pero
enseguida nos vemos obligados a rectificar esa suposición candorosa: nuestros representantes
electos parecen haber decidido que esta calamidad colectiva pase a un segundo
plano y se convierta en un entretenido pretexto para la disputa partidista, que
de siempre ha sido el mejor modo de solucionar las consecuencias de un desastre,
por la misma razón por la que la manera más sensata de combatir un terremoto
consiste en ponerte a discutir con tu vecino por los ladridos de su perro
mientras el techo se os derrumba en la cabeza.
El
ambiente parlamentario está alcanzado en estos meses un tono agrio de taberna
que no sabe nadie a quién beneficia, pues la irrespetuosidad recíproca suele
llevar consigo una falta de respeto a uno mismo, y esa falta de respeto propio
suele propiciar, a su vez, el que la gente pierda el respeto a quien ni
siquiera se toma la molestia de respetarse. Cuando el debate se convierte en
una competición de escupitajos retóricos, lo normal es que se produzca una
paradoja: que quien gana pierde.
Aislada
en una extraña burbuja psicológica, la clase política parece no entender que,
en tiempos de crispación y desánimo social, lo que menos necesita una sociedad
es una dosis extra de crispación y de desánimo. Si a eso sumamos el que la
pandemia se ha convertido en una controvertida guerra de cifras y de orgullos
autonómicos, en vez de plantearse como una campaña sanitaria consensuada,
resulta que todo acaba teniendo la condición desconcertante de una batalla
imaginaria contra un enemigo real.
¿Qué
no han entendido ellos o qué no estamos entendiendo nosotros?
Empieza
a llegar uno a la conclusión melancólica de que los políticos sirven para lo
que sirven, y suelen servir sobre todo para ser políticos, pero que resultan
inoperantes cuando deben enfrentarse a la resolución de un problema ajeno a sus
patrones rutinarios de gestión.
Con
esto del virus están luciéndose, hasta el punto de que ni siquiera
renuncian a las artes propias de los ilusionistas: convertir una enfermedad en
un factor ideológico.
Andan ahora en eso, en esa atribución recíproca de culpabilidades, de agravios y de reproches. A este paso, raro será que no acaben convenciéndonos de que el virus tiene el carnet de militante de algún partido político, que siempre será el de los otros.
Ellos
sabrán, porque nosotros no.
.
(Publicado ayer en prensa)
A pesar de que resultaba
previsible, durante estos últimos meses hemos mantenido la ilusión de que no
fuera posible. Pero lo ha sido: a estas alturas, la pandemia no es ya un
problema sanitario excepcional, sino un conflicto político rutinario. Lo
consiguieron. Fieles a sí mismos, así sea a costa de ser infieles a la realidad,
lo han logrado. Ya. Al fin.
Nadie esperaba
menos, pero, por una vez confiábamos, como decía, en que el sentido común y el
sentido de la responsabilidad se impusieran a la irresponsabilidad y al
sinsentido.
No ha podido
ser.
Los
diversos gobernantes de nuestro país biodiverso procuran establecer unas normas
–algunas de ellas contradictorias, cuando no absurdas- para combatir la
expansión del virus, y casi todo el mundo las acata desde la concienciación o
al menos desde el fatalismo, pero la clase política se muestra rebelde a
imponerse a ella misma cualquier norma: casi no hay presidente autonómico que
renuncie al derecho al pensamiento autónomo, hasta el punto de que, en estos
momentos, el gobierno central parece la oficina de reclamaciones de unos
grandes almacenes: un negociado al que se acude para tramitar quejas y para
amenazarlo con acciones legales por la insatisfacción ante su política de
atención al cliente.
Es justo lo
que necesitamos en medio de esta calamidad: que la política siga siendo un
juego de niños caprichosos que se niegan a prestar sus juguetes y a defender su
parcela en el parque infantil.
La
decepción, a pesar de todo, es relativa: de sobra tenemos comprobado que la
mente de un político no se rige por los parámetros por el que se guía la
mentalidad común. Si un bloque de viviendas está a punto de derrumbarse,
resultaría extraño que un vecino se negase a apuntalarlo o a desalojarlo, pero
si un país está a punto de derrumbarse, resulta lógico y normal que algunos de
los responsables de mantenerlo en pie se dediquen a ponerle una carga de
dinamita en los pilares.
Asistimos
a la polarización ideológica de un asunto que exige una concertación logística.
Suponer por ejemplo que la aplicación de unas medidas sanitarias va a destruir
la economía supone a su vez no haber entendido la mitad del problema, y eso que
no pasa de ser un problema de los de fácil entendimiento: no se trata de
destruir la economía con el pretexto de salvar vidas, sino de salvar vidas con
el menor perjuicio posible para una economía en riesgo de colapso. Lo
extravagante es pensar que, mientras la población soporta o padece daños de
envergadura, la economía puede quedar incólume, como si la economía fuese un
ente abstracto e independiente de la actividad humana.
Aparte
de eso, una curiosidad: ¿de qué hablan exactamente algunos cuando hablan de
economía?
.
(Publicado ayer en prensa)
Dadas las circunstancias, recurrir a la hemeroteca
resultaría un ejercicio de crueldad.
Allí nos encontraríamos al presidente
del Gobierno, a primeros de julio, dando por vencida a la pandemia, animando a
la gente a salir, a reactivar la economía y a disfrutar de la nueva normalidad.
(Como dato curioso, ese mismo día 200.000 catalanes se vieron obligados a reconfinarse
a causa de los rebrotes.)
Allí nos encontraríamos al ministro de
Sanidad, a finales de enero, asegurando que, a pesar de que el riesgo de pandemia
era moderado, nuestro sistema sanitario estaba preparado para afrontar
cualquier eventualidad. (Al poco, el sistema sanitario se colapsó. En estos
días, estamos advertidos del riesgo de un segundo colapso.)
Allí nos encontraríamos, a mediados de
febrero, al director del Centro de
Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias ofreciendo
tranquilidad: “En España no hay coronavirus. No existe riesgo de infectarse”, de lo cual concluía que el miedo
estaba “un poco fuera de lo razonable”. (Y no tuvimos miedo, porque tenerlo suponía una irracionalidad.)
Allí nos
encontraríamos a la presidenta balear reclamando la habilitación de un “corredor
turístico seguro”. (Baleares ronda hoy los 12.000 casos confirmados y casi 300
muertos.)
Allí nos
encontraríamos al presidente de la Junta de Andalucía acusando al Gobierno
central de castigar, por revanchismo político y no por criterios médicos, a las
provincias de Málaga y de Granada, que no pasaron a la fase 3 a la par que las
otras. (Málaga sigue siendo la provincia andaluza con mayor incidencia de
casos.)
La
presidenta de la Comunidad de Madrid tardó poco en levantar un hospital de
campaña y poco también en desmantelarlo, aunque tardó mucho en obligar al uso
de la mascarilla, como señal tal vez de su decidida política de bandazos pintorescos.
La portavoz
del Govern aseguró que, en una Cataluña independiente, no hubiese habido tantos
muertos ni tantos contagiados.
Etcétera.
Allí, en la hemeroteca, en definitiva, nos encontraríamos
con muchas curiosidades que nos harían sonreír si no nos hicieran temblar:
estamos en manos de los dueños de esas bolas de cristal defectuosas.
Hemos pasado del estupor al caos, del caos a la gestión
caótica, de la gestión caótica al triunfalismo, del triunfalismo a la
irresponsabilidad, de la irresponsabilidad al desastre y desde allí hemos
vuelto al punto de partida, del que en realidad nunca nos habíamos movido, más
allá de ese cronograma infantil de las fases, de las desescaladas y de la nueva
normalidad.
En medio de todo esto, la vida, tal como la conocíamos,
sigue, en fin, en paradero desconocido y todo apunta a que tardará en volver.
Si es que vuelve.
.