En buena medida, una entidad bancaria es un reino mágico: te cobran por prestarte dinero y te cobran por prestárselo tú.
Si andas necesitado de dinero y puedes ofrecer garantías inmuebles, el banco te da dinero a cambio de más dinero del que te da, circunstancia que permite a cualquier persona la emoción singular de endeudarse, síntoma inequívoco de progreso individual y, de rebote, colectivo. Como a nadie en este mundo le gusta prestar dinero, y dado que los bancos forman parte del mundo, los estrategas del prestamismo idearon en su día un ardid consolador para ese disgusto: prestarte un dinero que se revaloriza diariamente para ellos y que se devalúa a diario para ti, beneficiario de un dinero que te cuesta dinero, e incluso tienes que considerarte afortunado por disponer de ese parné maldito que atenúa de forma momentánea la evidencia de tu carestía de capital mediante el procedimiento portentoso de volverte aún más pobre que cuando no tenías un duro.
Por lo demás, un banco también te cobra cuando eres tú el que le prestas tus ahorros, lo que es ya habilidad que roza el prodigio. Bien es cierto que la banca en general ha inventado y puesto en circulación el mito de los intereses a favor del cliente, pero que levante la mano quien no haya visto disolverse en el aire esos presuntos intereses con otros conceptos menos míticos que actúan como neutralizadores de los intereses susodichos: las comisiones de apertura de cuenta, la cuota por el disfrute de las tarjetas de crédito, los gastos de correo y gestión, las comisiones de mantenimiento, las comisiones por ingresos de cheques, las comisiones por cancelación de préstamos o las comisiones por transferencia, entre otros trilerismos.
Con todo y con eso, es cierto que los bancos -a los que habría que sentar de tarde en tarde en el banquillo, siquiera fuese como medida preventiva- practican a veces la filantropía, así sea en el ámbito reducido de los multimillonarios; es decir, entre quienes no necesitan de los bancos y a quienes los bancos necesitan. Tal sector goza de la prerrogativa de estar exento del pago de los tributos antes enumerados, lo que nos lleva a recomendar desde esta tribuna a cualquier ciudadano que se convierta en multimillonario lo antes posible, pues de lo contrario no tendrá nunca dinero que le salga gratis.
Aparte de todo lo dicho, y de todo cuanto quedaría por decir, reciben también el nombre de “banco” los elementos del mobiliario urbano que sirven para que los transeúntes cansados de ser transeúntes recuperen fuerzas para reconvertirse en transeúntes, de modo que cada cual pueda seguir el rumbo que le corresponda en nuestro teatrillo universal.
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