Pero lo malo de la muerte es que no sólo suele llegar de manera inesperada, y casi siempre inoportuna, sino que también se permite gastar bromas, lo que es ya el colmo, porque hay cosas con las que no debiera jugarse. Qué sé yo: sales a comprar unas azucenas y te cae en la cabeza una maceta de geranios. Coges el coche para irte de vacaciones a la playa y, en vez de pasarte el día comiendo sardinas y bailando rumbas, acabas oyendo la trompetería celestial de los ángeles.
Nadie piensa, en fin, que va a tener una muerte ridícula. Pero…
Werner Fuld se entretuvo en recopilar un Diccionario de últimas palabras, que aquí publicó Seix Barral. Las últimas palabras de personajes más o menos célebres o de meros mindundis, pronunciadas justo antes de quedarse mudos para toda la eternidad -a menos que, por cualquiera sabe qué razón, alguno de ellos haya decidido ejercer más allá de la muerte de espectro ululante.
Ana Bolena, segunda esposa fallida de Enrique VIII de Inglaterra, al subir al cadalso para ser decapitada, le dijo al verdugo: “No os dará ningún trabajo. Tengo el cuello muy fino”. En el mismo trance, al aristócrata francés Henri de Xavière le ofrecieron un vaso de vino, a lo que respondió: “No, gracias. Cuando bebo suelo perder el sentido de la orientación”.
Según quiere la leyenda, las últimas palabras de Humphrey Bogart fueron las siguientes: “No hubiera debido cambiar el whisky escocés por el martini”. También en el ámbito del alcohol, se cuenta que, un segundo antes de caer acribillado a tiros por unos esbirros de Al Capone –o quizá por Al Capone en persona, según la suposición de algunos-, el periodista Jake Lingle pronunció estas soberbias palabras: “¡En esta ciudad soy yo quien fija el precio de la cerveza!”
No faltan las bromas. Luis José Monge, condenado a muerte por el asesinato de su mujer y sus tres hijos, antes de entrar en la cámara de gas preguntó a los guardias: “El gas no será malo para mi asma, ¿verdad?”Según se cuenta, el poeta Walt Whitman consideraba que las últimas palabras de una persona debían ser una especie de síntesis de toda su vida, y se afanó en tener esas palabras previstas y ensayadas, aunque, en el momento de irse al otro mundo, de su boca salió una palabra que no estaba en el guión: “¡Mierda!”
Pero, en resumidas cuentas, ¿qué más da una cosa u otra? Cuando la muerte se nos acerca, todos somos un animal asustado, o perplejo, o confundido. En ese instante, nada nos diferencia del primer homínido que notó cómo el mundo se le desvanecía alrededor, cómo se le nublaba la vista, cómo se iba disolviendo su conciencia en la inmensidad de la nada, por decirlo de alguna manera.
Últimas palabras, en fin, que nunca pueden expresar una verdad, porque no es buen momento para las verdades. Julie de Lespinasse, dama parisina y dieciochesca, por ejemplo, murió preguntando “¿Estoy viva todavía?” Y esa pregunta me temo que sirve como comodín para cualquiera.
.