domingo, 31 de julio de 2022

EL HADA

 (Publicado en prensa)



Ignoro si la religiosidad es una competencia transferida a las comunidades autónomas, de modo que los rezos de un extremeño no tengan efecto en Cantabria, pongamos por caso, y viceversa, pero me arriesgaría a suplicar a la Virgen de Montserrat -a la que por motivos territoriales nunca he pedido nada- que la presidenta cesante del Parlament catalán sea inocente de los delitos -falsedad documental y prevaricación- que se le imputan, a pesar de que las pruebas no resultan tranquilizadoras, lo que justificaría aún más la intermediación divina en el asunto. Y se lo suplico, con la humildad debida y con el pudor del forastero, porque si se demostrase que la expresidenta es culpable de lo que se le acusa, supondría un mazazo para nuestra democracia, tanto en su versión catalana como en sus variantes estatales, y no porque le añadiese un caso de corrupción, que eso al fin al cabo no sorprende ni escandaliza ya a nadie, sino porque evidenciaría uno de los males que asedian a un sector significativo de la clase política: el infantilismo.

            Un infantilismo que podría resumirse en un lema: “Yo no he sido”.

          Pocos días antes de saber que iba a acabar ante un juez, la ahora expresidenta tuvo la valentía teatral de presidir una cumbre contra la corrupción, en la que dejó muy claras las cosas, con el mismo espíritu exculpatorio de una colegiala a la que pillan copiando en un examen: “En democracias viciadas con tics autoritarios, a veces la corrupción también puede dejar de ser un problema que es necesario eliminar y convertirse, de manera perversa, en una arma para combatir la disidencia política”. Democracias viciadas y perversidades al margen, su tono fue ascendiendo a la esfera suprema del melodrama: “Los que me quieran muerta, me tendrán que matar y mancharse las manos”, pero el primer escollo vino cuando pretendió que el Parlament ignorase la norma –calificada por ella de “infame”- que dispone que un parlamentario investigado por corrupción sea apartado de su cargo: “Espero, deseo y quiero creer que los miembros de la Mesa actuarán como diputados demócratas y respetuosos con los derechos fundamentales, no como jueces o inquisidores”. Por desgracia, no hubo suerte: se portaron como jueces e inquisidores, desde la premisa escandalosa de que las normas están para cumplirse.

          Insisto: le suplico a la Virgen de Montserrat –que ya hizo el milagro de fundir en un mismo gobierno a la izquierda telúrica y a la derecha corrupta autóctona- que nada de lo que se le imputa a la señora Borràs sea cierto y que quienes se han manchado las manos con su sangre inocente se vean obligados a dimitir o, como poco, a pasearse por las Ramblas con un capirote penitencial.

            Porque, allá en los mágicos mundos infantiles, las hadas, seres alados y fosforescentes, no deben ser víctimas de los monstruos.



domingo, 24 de julio de 2022

CAMBIO DE MENTALIDAD

 (Publicado en prensa)


El verano tiene fama de liberador por su capacidad de sacarnos de nuestro ser habitual y convertirnos en extraños para nosotros mismos, incluso en lo externo, pues algo tiene el verano de carnaval a deshora: te miras de refilón en la luna de un escaparate y ves a alguien con una camiseta de color chillón o con un pareo más o menos hawaiano, con una gorra de propaganda o con una pamela, con un pantalón corto y con unas sandalias, y te preguntas: “¿De dónde has salido tú, fenómeno de la civilización y de la naturaleza?”. Se trata, claro está, de una pregunta retórica, pues de sobra sabes de dónde has salido: de esa persona que durante el resto del año tiene que ir disfrazada de otra cosa.

Aparte de eso, los papeles se invierten: el oficinista trajeado que durante meses se cruza cada mañana con los adolescentes que van al instituto en chándal y los mira con sorna -e incluso con indignación- se convierte en verano, cuando se pone el uniforme de turista, en una figura estrafalaria y cómica para los adolescentes, en tanto que la abuela que se cubre pudorosamente las rodillas en el autobús y que se escandaliza de que las niñas vayan al colegio enseñando el ombligo o el canalillo no tiene inconveniente en ir al supermercado en tanga. El verano viene a ser, en fin, un periodo de rebeldía ontológica.

         Dejando al margen la cuestión indumentaria, aunque sin quitarle la importancia que tiene como factor de transformación de la personalidad, el verano resulta idóneo para una transformación mental profunda. De igual modo que en estos meses abjuramos de nuestra vestimenta habitual, sería saludable liberarnos, durante al menos una quincena, de los mecanismos automatizados de nuestro pensamiento, de nuestros prejuicios y convicciones. No es difícil, sobre todo si tenemos la suerte de que nos lo propongamos durante una ola de calor, cuando los circuitos neuronales se derriten y nuestro cerebro adquiere la textura de un flan.

         Por salir del ámbito especulativo, pondré un ejemplo: hace unos días, oí a uno decir que la cadena de incendios que padecemos se debe a la exhumación sacrílega de Franco, y lo razonaba de este modo: al igual que los antiguos faraones, tan aficionados a las maldiciones ejemplarizantes cuando se les profana la cámara funeraria, el excaudillo estaría vengándose de la España social-comunista mediante el método de pegarle fuego al país. Alguien le objetó que en otros países también hay incendios, pero lo fulminó con un argumento autocrático: “Lo que pase por ahí no es asunto mío. Yo estoy hablando de lo que pasa en España”.

         A los otros no sé, pero a mí me convenció. Desde ese instante, cada vez que voy a encender un cigarrillo, en mi mente resuena un mantra: “¡Franco, Franco, Franco!”, y el cigarrillo arde solo.


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domingo, 17 de julio de 2022

EL CHOCO MUTANTE

 (Publicado en prensa)



Anoche fui a cenar a un restaurante playero y, tras descifrar la literatura conceptual de la carta, me decidí por lo que me pareció más estrambótico, que no era otra cosa que un plato denominado “choco vietnamita con mayonesa de yuzu”. Como es natural, trasladé al camarero mi extrañeza por el hecho de que comprasen ellos los chocos en Vietnam teniéndolos autóctonos y frescos a pocos metros del establecimiento en cuestión. El camarero me reconoció, como quien reconoce un pecado, que los chocos no eran estrictamente vietnamitas, lo que se dice vietnamitas del todo, pero que estaban preparados en cocina a la manera indudablemente vietnamita. Un trasvase de nacionalidad, como si dijésemos, gracias a la magia del arte culinario, capaz de transformar un choco de la bahía gaditana en un choco del sudeste asiático.

Por suerte, los chocos no se caracterizan por su sentir nacionalista, de modo que un choco gaditano puede asumir sin traumas irreversibles el que un cocinero imaginativo lo transmute en vietnamita, aunque estoy seguro de que el alma gaditana del choco sobrevive a cualquier metamorfosis, afirmación que hago, por supuesto, sin ninguna base científica, por ese hermetismo que rodea el mundo de los cefalópodos en general y de los chocos en particular. En cualquier caso, el choco gaditano que pedí tenía ya poco que objetar a su transmutación, al reposar en una nevera en calidad de choco gaditano difunto que habría de reencarnarse en choco vietnamita al pasar a mi plato.

         Nada más pedirlo, me arrepentí: ¿qué mal me han hecho a mí los simpáticos chocos de mi tierra para que me sienta con derecho a someterlos a un cambio de nacionalidad a título póstumo? Esperé con curiosidad nerviosa la llegada del plato, que imaginaba aderezado con brotes de bambú, ralladuras de lima, especias exóticas, salsa housin y ese tipo de cosas que los vietnamitas se atreven a echar en sus guisos. Por si fuera poco, percibí que, al igual que el choco que me preparaban en la cocina, iba transformándome un poco en vietnamita, en un proceso nunca visto de empatía con el choco que minutos antes era paisano mío. Fue una experiencia emocionante, aunque rara, como lo son todas aquellas en las que se involucran las energías de condición paranormal. No puedo presumir de que fuese una experiencia espiritual plena, pero sí de que al menos la mitad de mis chacras eran asiáticos en ese instante.

         El plato llegó: una ración de chocos fritos como los que se despachan en cualquier freidor tradicional y un dedalito con un poco de mayonesa de bote. Respiré aliviado y volví a mi ser: aunque me lo cobraron como si tanto el choco como yo fuésemos vietnamitas, el choco y yo seguíamos siendo, en fin, cien por cien gaditanos.

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domingo, 10 de julio de 2022

YA ESTAMOS

 (Publicado en prensa)


El verano viene a ser una especie de experimento sociológico para que comprobemos cómo sería la vida si no tuviésemos que trabajar y anduviésemos todos ociosos por ahí durante los siete días de la semana. No sería un mundo fácil, desde luego, porque el ocio permanente es un trabajo bastante duro, tanto para el ánimo como para el bolsillo. Dormiríamos poco, eso por descontado, o al menos a deshora, pues lo primero que se le ocurre al ser humano en cuanto se siente liberado es hacer ostentación de su alegría de liberto, al dar por hecho que una persona discreta y silenciosa no puede ser sino un ente deprimido y melancólico.

            En verano, todos decimos que queremos descansar, pero se trata sólo de una verdad a medias, o al menos de una verdad fragmentaria: lo que en realidad pretendemos es descansar de nosotros mismos. Descansar de nosotros mismos aun a costa de nuestro propio descanso y, sobre todo, del descanso del prójimo, ya que el verano tiende a convertirse en una democratización del ruido, que, nos guste o no, es la música de la libertad.

Por si fuera poco, el verano trae consigo una fiesta de disfraces multitudinaria: nos echamos a la calle con sandalias de colores, arrastrando los pies a causa del peso invisible del bochorno, y recurrimos a las camisetas de propaganda, de modo que vamos por ahí como anuncios ambulantes de cerveza, de refrescos gaseosos, de entidades bancarias o de empresas de telefonía, con una sombrilla de propaganda al hombro, con una gorra de propaganda, con un bolso de propaganda en el que llevamos el tabaco y el mechero de propaganda, un llavero de propaganda y el folleto propagandístico de un restaurante especializado en paellas.

            Llega el verano y procuras hacer una especie de viaje astral, una salida de ti mismo a fin de convertirte en una persona exótica para ti mismo: alguien que se levanta cuando le parece, que come sardinas en un chiringuito, que se acuesta a las tantas y con unos centilitros de alcohol en la sangre, con la sugestión de vivir en un sábado eterno. Llega el verano y los aeropuertos se convierten en ferias, los bares en manifestaciones multitudinarias, las playas en cuadros de El Bosco y los supermercados en un hormiguero.

            En verano, el silencio está desacreditado, al considerarse el enemigo número uno de la diversión. La diversión debe ser sonora, porque el silencio es signo indudable de aburrimiento. Y en eso estamos ya: cada cual alardeando de diversión con sus gritos felices, con sus cantos de madrugada, con su moto a escape libre, con su moto acuática o con su coche-discoteca. Haciendo del verano un infierno alegre, una estación anómala en la que experimentamos el placer de no ser nosotros mismos mediante la apostasía transitoria de nuestras obligaciones y costumbres. Y es que en el fondo se trata de eso: estamos hartos de aguantar y de aguantarnos, cansados de ser quienes somos y cansados de ser quienes nos obligan a ser durante el resto del año, cansados de callar y de acallarnos. Y por eso nos ponemos, en fin, a hacer ruido. Digo yo, no sé.

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domingo, 3 de julio de 2022

EN LA CUMBRE

 (Publicado en prensa)


La cumbre de la OTAN ha sido un éxito, lo que significa que en esencia ha sido un fracaso: la aceptación de que vivimos en un mundo peligroso, asalvajado y convulso, en el que un autócrata desequilibrado puede ejercer de genocida en nombre de la nostalgia de unas fantasías imperiales y, a la vez, y contradictoriamente, en nombre de la añoranza de la política de bloques de la Guerra Fría. Si la paz se ve obligada a garantizarse mediante la potenciación de las estructuras militares, es señal de que la solución acaba siendo el problema, o tal vez de que el problema no tiene solución.

         Se da por hecho que la edad atempera los ensueños ideológicos juveniles, contrapesándolos con un fondo de desencanto y de escepticismo. Sin duda. Pero también ocurre que esos ensueños abstractos se modifican en función de las circunstancias concretas, en especial si admitimos la obligación tanto moral como social de establecer una negociación entre el pensamiento personal y la realidad de todos, lo que puede entenderse como una abjuración o como un imperativo de la sensatez, según se mire. A quienes en 1986 votamos en contra de la permanencia de España en la OTAN, por ejemplo, se nos plantearía hoy un dilema: soñar con el mundo que queremos o aceptar el mundo que tenemos. La primera opción disfruta del prestigio del idealismo, mientras que la segunda padece el descrédito del pragmatismo. A elegir.

         La puesta en escena de la cumbre de la OTAN ha tenido un componente de teatralización triunfalista, como si los acuerdos a los que se ha llegado allí supusieran la solución expeditiva para un problema que históricamente carece de solución, lo que no quita que todos los países implicados tuviesen el deber de llegar a esos acuerdos para proyectar ante el mundo un espejismo de seguridad y fortaleza frente a los envites de la barbarie, tanto los presentes como los venideros, aunque entre estos últimos se cuente el más preocupante de todos: lo que China tenga en mente con respecto a Taiwán.

         Por mucho que nos resistamos, el curso de la realidad pasa casi siempre por encima de nuestros anhelos y convicciones: propugnar hoy el antimilitarismo es como ser un náufrago al que arrojan un cabo de nailon desde una embarcación y se niega a cogerlo con el argumento de que los materiales plásticos contaminan los mares.

         Los sobrepasados por el curso de la realidad, como decía, nos consolamos pensando que la OTAN viene a ser como la quimioterapia: un mal necesario para intentar combatir un mal mayor. Una opción intermedia entre la esperanza y el desastre.

         Cómo estarán las cosas, en fin, para que lo inquietante nos proporcione un poco de tranquilidad.