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(Publicado ayer en la prensa)
Se
produce la primera detonación en Murcia, con la traída y llevada moción de
censura promovida por el PSOE y Cs, hasta que el secretario general del PP
decide negociar en la sombra con tres de los diputados de Cs que habían firmado
dicha moción. Como por arte de hechicería o de hipnosis, el resultado acaba
siendo inmejorable: a cambio de tres consejerías, el susodicho secretario
general les neutraliza las ganas de censurar a nadie. Como efecto secundario
del psicodrama murciano, la presidenta de la Comunidad de Madrid oye una voz
interior que le dice que disuelva el parlamento autonómico y convoque
elecciones, no sólo por el temor de que sus socios de gobierno exporten a
Madrid la traición llevada a cabo en Murcia, sino también por la ilusión de
obtener una mayoría absoluta: "Ahora quiero ser libre. Aspiro a hacerlo
sola, a estar sola”.
Quien
no ha querido estar solo, en cambio, es Pablo Iglesias, que, tras sacrificar su
vicepresidencia segunda para interpretar el papel de redentor repentino de la
izquierda amenazada, tendió la mano a Más Madrid, formación que tiene su origen
precisamente en el hartazgo del talante cesarista de Iglesias. En este caso, y
al contrario que en Murcia, no ha habido un final feliz para nadie, en parte
porque la mano que les tendía Iglesias no era la de un solícito servidor, sino
la de un imperioso emperador. Se respeta así la tradición del egocentrismo
suicida de las formaciones de izquierda, aunque en este caso la unión parece
ser que no haría necesariamente la fuerza.
¿Qué
consecuencias tendrán estos movimientos desconcertantes? No lo sabremos hasta
mayo. Es posible que Ayuso consiga una mayoría absoluta para cumplir su sueño
de soledad absolutista, pero también es posible que no, en cuyo caso tendría
una recompensa: en vez de con Cs, podría gobernar con VOX, más en sintonía con
la deriva populista de su discurso, resumido en el extraño lema “Comunismo o
libertad”, disyuntiva que tiene el mismo fundamento que la de “Discoteca o
yoga”, pongamos por caso.
Mientras
sí y mientras no, el PP acoge ya en su seno –a falta de nueva sede- a los
arrepentidos de Cs, que regresan como hijos descarriados a la casa común de la
derecha hegemónica, lo que compensa un poco la fuga de muchos de sus votantes a
la ultraderecha emergente. ¿Y el efecto Iglesias? Es posible que ni él mismo
acierte a calibrarlo, a pesar de que el narcisismo suele ser una variante del
optimismo.
Será, eso sí,
una campaña especialmente áspera e inmoderada. Ayuso apelará sin complejos al supremacismo
madrileñista, VOX se aferrará a su patriotismo simplista y melodramático, Cs
recurrirá –no sin razón- al victimismo y los partidos de izquierda defenderán más
o menos lo mismo con tonos muy diferentes.
Y
nosotros, mientras tanto, esperando la vacuna… y a Godot.
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(Poema -hasta ahora inédito- que publico en El Cultural. El cuadro es de mi hermano Manuel Antonio.)
Qué extraña va la mar en su deriva
de inmovilidad palpitante.
El oleaje que busca sus orillas
en el confín desconocido,
en la playa remota en la que suenan
las caracolas por dentro de sí mismas,
o en un paraje helado,
o en el muelle con barcas con nombre de mujer.
Tú, el niño navegante de una mar infinita,
corsario de una arena con tesoros,
mírate llegar también a donde acaban
las olas de expirar con su grandeza
de dibujo en el aire y en el tiempo.
Mírate allá en el tiempo, que no es nada.
Mírate allá en el aire, en lo que eres.
La mar extraña en ti y en tu deriva.
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Esta pandemia tiene tres factores
básicos de riesgo: el virus, la gestión política de la crisis sanitaria y
nosotros. La combinación resulta bastante peligrosa, y más aún después de todo un
año en que hemos aprendido a convivir más o menos racionalmente -y más o menos
resignadamente- con el miedo a enfermar y con la esperanza de un remedio, con
la resignación y con la desesperación, con la responsabilidad solidaria y con
nuestra tendencia natural al “sálvese quien pueda”. (Los negacionistas, por su
parte, lo tienen más fácil: su angustia no proviene del miedo a la enfermedad y
a la muerte, sino del espanto de ver la docilidad con que la mayoría de la
gente se ha sometido a una alucinación promovida por unos poderes ocultos.)
Nada ha sido
fácil, nada sigue siendo fácil y es posible que nada lo sea de aquí a mucho
tiempo, según corresponde a una situación en que prevalecen las incógnitas
sobre las certezas: si el presente es hoy más confuso de lo que suele serlo, el
futuro se presenta más difuso de lo acostumbrado. Saldremos de esto, pero no
sabemos cuándo ni –sobre todo- cómo, ya que este trauma colectivo requerirá un
complejo proceso de recuperación que irá de la estabilización económica global a
la reconstrucción psicológica individual, y es posible que lo primero resulte
más sencillo que lo segundo: ante la preponderancia de la realidad con respecto
a nuestro acomodo en la realidad, nos hemos convertido en extraños ante
nosotros mismos, en buena medida porque las circunstancias nos impiden ser del
todo quienes éramos, o al menos quienes creíamos ser.
A
estas alturas, seguimos bajo el peso de la incertidumbre. Tenemos ya vacunas,
por ejemplo, pero no sabemos cuándo estarán disponibles para una inoculación
masiva. Tampoco sabemos si las vacunas nos inmunizan o simplemente nos protegen,
ni si el inmunizado contagia, ni si las nuevas cepas serán vulnerables a las
vacunas con las que contamos gracias a la labor urgente de unos científicos a
los que en situaciones normales consideramos profesionales secundarios frente a
los investigadores tecnológicos.
Pero,
por la ley de la paradoja, esa incertidumbre puede jugar a nuestro favor, pues
neutraliza uno de esos factores de riesgo que señalé al principio: nosotros,
que tenemos que controlar no sólo nuestro miedo, sino también nuestra temeridad.
Y es que, dejando a un lado a los pintorescos negacionistas profesionalizados
como tales, tendemos, por agotamiento, a convertirnos en seminegacionistas
eventuales. (Anteayer, sin ir más lejos, la siempre desconcertante presidenta
de la Comunidad de Madrid proclamaba que no está demostrada la relación entre
una pandemia y la movilidad humana, convencida tal vez de que los virus viajan
por su cuenta y riesgo, como las mariposas y los patos, sin necesidad de
portadores.)
Hemos
estado tan mal que el hecho de estar un poco mejor nos parece, en fin, una
buena noticia. Pero no olvidemos que, en estos momentos, la mejor baza para poder
ser optimistas es el pesimismo.
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Los oceanógrafos de los virus nos avisan ya del peligro casi cierto de una cuarta ola.
(...) Una vez abierto el debate, que
prometía ser menos controvertido que avenido, Tomi Guerra tomó la palabra:
“Tengo una duda… A ver cómo lo digo sin que se me malinterprete… ¿En qué
quedamos? ¿La pandemia es real o es un invento?”, y abrió su cuaderno para
tomar nota de las respuestas, según tiene por costumbre.
Hubo unos
segundos de mudez antes de que Mangoli soltase una frase salomónica: “Bueno, sí
y no”, y quedamos a la espera de la glosa pertinente, que no tardó en llegar:
“Sí porque hay gente que está muriéndose, aunque no sabemos de qué. Y no porque
no estamos ante una pandemia natural, sino ante una enfermedad artificial. De
modo que es una pandemia y no lo es”. Tomi Guerra le replicó con esa
condescendencia que suelen gastarse los profesores: “Bueno, tengo entendido
que, más o menos desde los tiempos de Parménides, o incluso antes, las cosas
son o no son”, a lo que Montse Montenegro añadió un veredicto de resonancias místicas,
reflejo tal vez de su época taoísta o similar: “No estoy segura. Una cosa puede
ser y a la vez no serlo. La existencia de algo no implica la posible negación simultánea
de la existencia de ese mismo algo. Todas las cosas de la Creación son
subsidiarias de una Existencia Superior, y por tanto son contingentes. Digo yo,
no sé”.
Me atreví a
sugerir que cabía la posibilidad de que la pandemia fuese verdadera como tal
pandemia, pero falsa como alarma: una cortina de humo para ocultar una artimaña
global de mayor calado, como por ejemplo la limitación de las libertades
individuales en beneficio de la ampliación de las libertades gubernamentales.
Ítem más: arriesgué
la hipótesis de que aún no podemos saber cuál es la finalidad de dicha maniobra,
más allá de que parece ser que apunta a la manipulación despótica del sistema
legislativo.
Beltrami
pareció estallar: “¡Cómo que no lo sabemos! ¡Claro que lo sabemos! Aquí lo que
buscan es la implantación sin luz y sin taquígrafos de un Nuevo Orden Mundial en
el que las personas pasemos a ser meros elementos numerados de una trama
productiva. Gente que trabaja para pagarles sus lujos y caprichos a los
poderosos. Mano de obra barata y disciplinada. Gente que no puede abrazar a sus
seres queridos por miedo a contagiarse. ¿O es que los impuestos son otra cosa
que una extorsión? ¿O es que la
vacunación obligatoria no es más que una pantomima para hacernos creer que
somos inmunes a las enfermedades que los propios gobiernos inventan para el
control demográfico?”.
Tomi Guerra
nos informó de que en la filosofía profesional existe el concepto de
“compromiso ontológico”, según el cual se decide cuáles son las entidades que
se aceptan como reales y cuáles como figuradas.
“Pues mi
compromiso ontológico está claro”, bramó Beltrami.
Como medida
provisional, a la espera de acontecimientos ulteriores, acordamos declararnos
“coronaescépticos”, a pesar de que Beltrami señaló que la gente podría pensar que
somos antimonárquicos (“¿La gente? ¿Qué gente?”, preguntó Tomi Guerra, aunque
no hubo contestación), asunto ese el de la monarquía en el que ni entramos ni
salimos, a pesar de que las noticias que se publican en estos días sobre el rey
emérito tienen la dinamita suficiente no sólo para hacer volar por los aires la
institución real y que la corona aterrice abollada en el planeta Saturno y el
cetro en los páramos de Urano, sino también para que estalle en pedazos la
realidad constitucional de nuestro país, que al fin y al cabo es el jardín subterráneo
de la masonería en sus diversas manifestaciones, y eso, por hache o por be,
acaba pagándose. (...)