Un micrófono tiene algo de artefacto de hechicería, no sólo por su capacidad para amplificar la voz, sino también por su capacidad para amplificar el ego, que es algo así como el yo con un penacho de plumas de pavo real. Para comprobar el grado de egolatría de un semejante, lo mejor es ponerlo frente a un micrófono, porque el micrófono viene a ser para el henchido de sí lo que eran las espinacas para Popeye el marino.
Los dictadores célebres, por ejemplo, creo yo que se metieron a dictadores no tanto por el gusto de dictar cosas como por el placer de oír su voz sobredimensionada, retumbante en el espacio de las plazas públicas, improvisando insensateces porque no podían dejar de hablar, hipnotizados por su torrente artificial de voz, igual que si fueran tenores líricos en la ópera bufa del delirio sociopolítico o similar.
Mussolini, ante un micrófono, parecía un boxeador sonado, con recursos actorales aprendidos en el cine mudo o en el teatro del colegio, gesticulante, con algo de monstruo de Frankenstein harto de anfetaminas. Hitler, ante un micrófono, se volvía más loco de lo que estaba y se ponía a gritar como un nibelungo, y creo que la llamada Operación Valquiria hubiese tenido éxito si, en vez de plantearse como un atentado con explosivos, se hubiese ceñido a un propósito más modesto pero igualmente aniquilador: colocarle a Hitler, en un descuido, una peluca de valquiria, con sus trenzas doradas, mientras se desgañitaba ante miles de arios, porque ese complemento carnavalesco no hay quien lo sobrelleve con decoro, incluidas tal vez las propias valkirias. Franco, ante un micrófono, tampoco estaba nada mal, aunque, visto lo visto, prefiero eludir cualquier apreciación al respecto, por si acaso a alguna asociación retrohistoricista le da por llevarme ante los tribunales, ya que ahora mismo no dispongo de tiempo para diversiones jurídicas.
En nuestros días, la fascinación por el micrófono parece haber cambiado de signo político: ahí tenemos a Fidel Castro y a Hugo Chávez, por ejemplo, virtuosos del monólogo, a veces cómico sin querer y a veces apocalípticamente apocalíptico. Y es que el micrófono tiene esa cualidad: encoge tal vez la mente, pero ensancha por vía de artificio la caja torácica, de modo que el charlista se siente como Júpiter Tronante, y no es para menos. Como aliado de la retórica, el micrófono no sólo subraya las razones, sino que las vuelve incontestables, en especial si el contestatario en cuestión carece de micrófono.
Pero no hay que irse a esferas tan altas del poder para encontrar a fascinados por la voz amplificada: en las bodas y en las tómbolas, en las verbenas y en los concursos pueblerinos de misses, en los mercadillos y en las romerías, en el rosario de la aurora incluso, siempre hay alguien aferrado a un micrófono o como poco a un megáfono. Pues bien, ese, el del micrófono o el del megáfono, es el peligroso. No lo duden.
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