lunes, 27 de agosto de 2018

LAZOS

(Publicado el sábado en prensa)




El ser humano tiende al simbolismo. Es decir, a ver en algo no sólo ese algo, sino otro algo que está por encima de ese algo: el algo trascendido. Por si fuese poco, esa tendencia puede aliarse con la inclinación al pensamiento embrujado, y ahí empieza ya la verdadera eficacia espiritual: una persona perteneciente a una civilización avanzada puede estar convencida de que arrojar a una hoguera un papel con algo escrito -a ser posible durante el solsticio de verano- hace que ese algo deje de actuar maléficamente sobre su vida. Y no sólo eso: incluso es posible que sus chakras vuelvan al sitio del que jamás debieron moverse.

            La política no es ajena a los símbolos, sino más bien todo lo contrario, hasta el punto de que hay pesimistas que se malician que la política viene a ser el símbolo ineficiente de lo que debería ser una gestión de lo público, pero esa sería otra historia.

            Los símbolos están muy bien para servir como símbolos, pero para poco más, a menos que ascendamos un símbolo a la condición de sagrado, ya sea por vía laica o por vía religiosa, pues entonces el símbolo en cuestión adquiere una utilidad innegable: perturbar la realidad común en beneficio de una realidad privada.

            En Cataluña, sin ir mas lejos, hay personas que ponen lazos amarillos en sitios públicos y personas que arrancan esos lazos. La lógica nos susurra que tanto los que los ponen como quienes los arrancan son catalanes, a no ser que existan evidencias de que los arrancadores de lazos son cuadrillas de españoles unionistas que operan en aquellas tierras tras viajar varias horas en un autobús subvencionado por el Estado para dislocar la convivencia armónica de las gentes de allí: el turismo antilazo, por así decirlo. 

Como no podía ser menos, los mossos han tomado cartas en el conflicto simbólico mediante el procedimiento de identificar, para posible sanción, a los arrancadores de lazos, bajo el amparo nada menos que de la Ley de Seguridad Ciudadana, alias Ley Mordaza. 

¿Presos políticos frente a políticos presos? Según el adjetivo se anteponga o se posponga en tus mecanismos mentales, te dedicas a colgar lazos o a arrancarlos. La fiscal general del Estado ha dicho que poner lazos es un acto de libertad de expresión, pero que arrancarlos también lo es. Tiene toda la razón en su apreciación salomónica, aunque ha pasado por alto un detalle: el devoto de un símbolo no puede admitir la profanación de su símbolo. Un símbolo no se cuestiona: simplemente es. Y se acata. Y ya.

            Los malos catalanes que arrancan el símbolo de los buenos catalanes lo tienen difícil: un símbolo se combate con otro símbolo, no con la destrucción de un símbolo ajeno. Para equilibrar el sistema de agravios y el sentir victimista, que prueben, no sé, a colgar butifarras, a ver si los del otro bando no las arrancan de cuajo.

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lunes, 13 de agosto de 2018

CUESTIÓN DE FE



(Publicado el sábado en prensa)

Uno de los mecanismos más misteriosos de nuestra mente es el que determina que tengamos fe en algo. No sé: tener la convicción de que, tras la muerte, conviviremos con nuestro dios, rodeado de un coro de ángeles o de una corte de huríes, según la doctrina que nos ilumine. Tener la convicción de que los extraterrestres están entre nosotros, disfrazados de terrícolas, para estudiar nuestras costumbres o para lo que quiera que un extraterrestre decida infiltrarse en nuestras respectivas civilizaciones. Tener la convicción de que en la baraja del tarot está escrito nuestro futuro. Tener la convicción de que una plegaria dirigida a un ser sobrenatural hará que sanemos de una enfermedad incurable o que gane nuestro equipo. Etcétera.

            Somos seres extraños, divididos entre la racionalidad y la superstición, entre realidades contundentes y fantasmagorías difusas, propensos a mudar nuestro pensamiento al territorio de lo sobrenatural en cuanto lo natural nos sobrepasa o nos resulta insuficiente.

            Todo eso estaría muy bien –o al menos no demasiado mal- si esas creencias se nos quedasen dentro de la mente como pintoresquismos inevitables de quienes tienen que convivir las 24 horas del día con una actividad cerebral bastante compleja, obligados a formulaciones, a reacciones y a conclusiones arriesgadas: desde dar por buena la teoría de la reencarnación, pongamos por caso, hasta elegir qué modelo de coche te compras, con la peculiaridad de que el ser el humano tiende a ser titubeante no sólo antes las grandes cuestiones metafísicas, sino incluso a la hora de elegir una pieza en la panadería, sobre todo si se trata de una de esas panaderías vanguardistas en que los productos están barroquizados con un surtido de simientes que ni siquiera sospechábamos que existían. Pero si una creencia, una fe, decide ser no solo expansiva sino también imperativa, el asunto se complica un poco, pues demasiado suele tener una persona con su propio jaleo ideológico y emocional como para adoptar el ajeno, lo que no quita que haya quien se alinee fervorosamente con credos estrafalarios, rendidos ante el carisma y la elocuencia de unos líderes que lo mismo montan una secta en un rancho de Texas que un partido político que enaltece la supremacía regional. Qué extrapola cada cual en esas adhesiones me temo que es algo que ni siquiera sabe el interesado: los misterios del ser, como quien dice.

            Tener fe en algo resulta estupendo, siempre y cuando no tengamos demasiada fe en nosotros mismos: la fe –ya sea en la misericordia de una deidad o en la eficacia gestora del presidente de una diputación- como paliativo personal ante el vacío o ante lo que sea, pero no como remedio ecuménico. El problema suele ser, en fin, que la fe bien entendida empieza por uno mismo, y en esas andamos desde los tiempos del Génesis, sin escarmiento posible: cada loco con su tema. Cada creyente con su fe. Y mucha gente en la playa.

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miércoles, 8 de agosto de 2018

VIERNES 10 DE AGOSTO
20.30 h.

Coloquio y lectura de poemas 
a cargo de
Eloy Sánchez Rosillo, Felipe Benítez Reyes y Luis García Montero
 

(Modera: Ignacio Elguero). 

Hospital Real de la Misericordia. MARBELLA

lunes, 6 de agosto de 2018

FOTOGRAFÍAS







Hasta hace no mucho, la gente se fotografiaba en ocasiones más o menos señaladas, y aun eso si alguien había tenido la ocurrencia de echarse una cámara encima, cosa que ocurría muy raramente, ya que las buenas cámaras fotográficas presentaban el inconveniente de ser un ingenio pesado y molesto, y sólo los muy aficionados a la perpetuación de las estampas familiares o amistosas se prestaban a ese martirio, que a veces requería la búsqueda de encuadres imposibles: retratar, por ejemplo, a un grupo de 30 o 40 personas, perro incluido. “Lástima que no tengamos una cámara”, solía ser la queja más frecuente en los momentos álgidos de las reuniones celebratorias. 

             Cuando se trataba de ocasiones señaladamente señaladas, se contrataba a un profesional para que eternizara lo fugitivo, incluida en ese concepto la inocencia acartonada de la primera comunión o la ilusión contenida en los pliegues más o menos etéreos de un vestido nupcial. Una persona corriente llegaba a la vejez, en fin, con más o menos un centenar de fotos de su persona, y el hecho de retratarse tenía algo de episodio solemne, y de ahí quizá el que, en las viejas fotografías en sepia, todo el mundo parezca un muñeco de cartón, con la expresión rígida, la pose envarada, la mirada difusa, con aspecto de estar orinándose o de reírse sin ganas ni motivo.


            Fotografiarse venía a ser un juego de azar en el que lo acostumbrado era que saliese uno perdiendo: los ojos cerrados o rojos, las arrugas marcadas, el gesto irreconocible, los dientes amarillentos… Cuando en la cámara sonaba el clic, era lo mismo que cuando la ruleta del casino empieza a girar. No había posibilidad de rectificación mediante la magia del Photoshop moderno -capaz de convertir a la bruja Piti en Miss Tarragona, o viceversa-, y si el experimento salía mal, así te quedabas para los restos, fijado en una imagen deformada, para vergüenza propia y quién sabe si no también ajena, porque no existe persona más fea que un feo fotografiado, detenido en su fealdad, que en movimiento puede más o menos disimularse. “Es que no soy fotogénico”, solíamos disculparnos cuando recogíamos el paquete de fotos en la tienda de revelado.


            En nuestros días, la gente fotografía casi todo: el plato de aceitunas que le ponen en el bar, el gato que cruza la calle, los zapatos que acaba de comprar, la paella del domingo… Cualquier adolescente puede guardar millares de fotografías en su teléfono móvil, de lo que cabe deducir que, al final de su vida, esos millares serán centenares de millares, o millones, en todas las poses y circunstancias. “Presentes sucesiones de difunto”, escribió Quevedo. Álbumes inmateriales de imágenes inmateriales de quienes vamos siendo, imágenes virtuales almacenadas en un artilugio prodigioso, para dar testimonio -¿a quién, sino a nosotros mismos?- de nuestro fluir. 

         Y generalmente disponibles, para disfrute universal, en Facebook.

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