Va uno por la calle, despreocupado y ocioso, con el pensamiento ocupado en no pensar y, de pronto, ve una llave caída en la acera. ¿Existe cosa más misteriosa que una llave con cerradura desconocida? Una llave que puede abrir, quién sabe, la puerta de la casa de un cura anglicano aficionado a la poesía georgiana o la de un asesino en serie. Quién puede saber lo que abre una llave perdida en la acera, una llave desnortada y errante, extraviada por su dueño, caída de un bolsillo, por ese afán insensato que tienen las cosas inanimadas de recorrer mundo.
¿Qué hace uno si se encuentra con una llave caída en la acera? Descartada la opción de entregarla en una oficina de objetos perdidos, porque a ninguna persona que esté en sus cabales se le ocurriría ir a buscar allí una llave perdida, la actuación más recomendable tal vez consista en arrojar la llave encontrada a un husillo, para que se funda con la inmundicia que corre por los intestinos de la ciudad y quede neutralizado de ese modo su enigma. Si alguien comete la imprudencia de conservar una llave encontrada en una acera, se le alterará la imaginación, que viene a ser una facultad descontrolada de la conciencia, y se pasará el día tramando conjeturas en torno a la llave, a lo que esa llave podría abrir: la caja fuerte de un estafador, la puerta trasera de una tienda de pelucas, la cabaña de un pescador que sueña con ballenas blancas, el candado de una bicicleta, las esposas de un detenido, el arcón que conserva los disfraces de gente que ya ha muerto… Las posibilidades son muchas, pues muchas son las cosas del mundo que se guardan bajo llave.
El hecho de que algo se guarde bajo llave es síntoma de prestigio, a pesar de que también se guardan bajo llave a los delincuentes. Cualquier documento insignificante se convierte en documento secreto si se le aplica el factor llave, lo mismo que cualquier joya de medio pelo proporciona a su propietario la ilusión de ser dueño de un tesoro si la conserva tras una cerradura, mejor cuanto más compleja y camuflada.
Miles de personas deambulan a diario por nuestras ciudades, y cada una de ellas llevará en el pensamiento lo que tenga a bien llevar, pero casi todas tienen al menos una circunstancia en común: ser portadoras de llaves. Dentro del bolso, dentro del bolsillo, colgando de la presilla del pantalón… Llaves. Llaves para acceder a nuestro territorio exclusivo. Llaves para entrar y poner en marcha nuestro coche. Llaves para abrir la máquina registradora. Llaves para entrar en casa de algún pariente impedido. Llaves para abrir… ¿qué? Lo que sea.
Va uno por la calle, en fin, sin mucho rumbo, absorto en naderías, sin ganas de razonar sobre las cosas, y, de pronto, plaf, una llave en la acera, y ya se le dispara el mecanismo de la máquina de las conjeturas, y pierde el sosiego, porque se pone a pensar en la llave, en lo que podría abrir esa llave, en lo que esa llave oculta. Y recoge la llave del suelo, claro está. Y, sin comerlo ni beberlo, se convierte en el dueño de una llave que podría abrir cientos de cosas diferentes y que, sin embargo, no abrirá nunca nada. Porque toda llave perdida es una llave muerta. Así que RIP.