Uno no sabe ya si la política va en consonancia con la realidad, si la realidad le marca el ritmo a la política o viceversa, si cada cosa va a su aire o si ambas van de la mano hacia ningún sitio.
Ese es el enigma, en principio irresoluble.
En
medio de una pandemia, se supone que el problema principal es la pandemia en
sí, no las controversias políticas derivadas de la gestión de la pandemia, pero
enseguida nos vemos obligados a rectificar esa suposición candorosa: nuestros representantes
electos parecen haber decidido que esta calamidad colectiva pase a un segundo
plano y se convierta en un entretenido pretexto para la disputa partidista, que
de siempre ha sido el mejor modo de solucionar las consecuencias de un desastre,
por la misma razón por la que la manera más sensata de combatir un terremoto
consiste en ponerte a discutir con tu vecino por los ladridos de su perro
mientras el techo se os derrumba en la cabeza.
El
ambiente parlamentario está alcanzado en estos meses un tono agrio de taberna
que no sabe nadie a quién beneficia, pues la irrespetuosidad recíproca suele
llevar consigo una falta de respeto a uno mismo, y esa falta de respeto propio
suele propiciar, a su vez, el que la gente pierda el respeto a quien ni
siquiera se toma la molestia de respetarse. Cuando el debate se convierte en
una competición de escupitajos retóricos, lo normal es que se produzca una
paradoja: que quien gana pierde.
Aislada
en una extraña burbuja psicológica, la clase política parece no entender que,
en tiempos de crispación y desánimo social, lo que menos necesita una sociedad
es una dosis extra de crispación y de desánimo. Si a eso sumamos el que la
pandemia se ha convertido en una controvertida guerra de cifras y de orgullos
autonómicos, en vez de plantearse como una campaña sanitaria consensuada,
resulta que todo acaba teniendo la condición desconcertante de una batalla
imaginaria contra un enemigo real.
¿Qué
no han entendido ellos o qué no estamos entendiendo nosotros?
Empieza
a llegar uno a la conclusión melancólica de que los políticos sirven para lo
que sirven, y suelen servir sobre todo para ser políticos, pero que resultan
inoperantes cuando deben enfrentarse a la resolución de un problema ajeno a sus
patrones rutinarios de gestión.
Con
esto del virus están luciéndose, hasta el punto de que ni siquiera
renuncian a las artes propias de los ilusionistas: convertir una enfermedad en
un factor ideológico.
Andan ahora en eso, en esa atribución recíproca de culpabilidades, de agravios y de reproches. A este paso, raro será que no acaben convenciéndonos de que el virus tiene el carnet de militante de algún partido político, que siempre será el de los otros.
Ellos
sabrán, porque nosotros no.
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