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Esta araucaria es mi vecina desde que nací. Le calculo una altura de
unos 40 metros. Crece en el patinillo de una casa del barrio.
Es una especie de hotel bullicioso de la pajarería: un día se llena de gorriones, otro de vencejos, otro de mirlos melómanos, otro de tórtolas, otro de urracas... Por turnos. Conforme a un método de rotación que no sé interpretar, porque no se rige por el ciclo de las estaciones ni nada de eso, sino -ya digo- por el día a día, e incluso por horas. Sin un patrón estable: llegan las urracas, por ejemplo, y los gorriones pegan el voletío. Y así van.
De vez en cuando aparece un halcón, que se posa, altivo y amenazante, en las ramas de la copa, y todos las demás especies pegan la espantada.
Convertida mi terraza en un observatorio ornitológico, a esta araucaria tan visitada me distraigo en atribuirle, por derivación del ocio, algunas dimensiones simbólicas, todas ellas más o menos difusas y más o menos caprichosas: desde la inestabilidad del vivir -en la frontera imprecisa entre la libertad y la condena de ser libre para nada- hasta la representación -un tanto estrambótica- de la lucha de clases en versión pajarera.
Pero esa sería ya otra historia.
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