El concepto de “populismo”
resulta muy difuso y a la vez muy concreto, en especial si se tiene en cuenta
que todos los políticos están obligados a ser populistas si aspiran a tocar
poder. El grado de populismo de cada cual es por supuesto variable, pero el
populismo de fondo y de forma resulta invariable, pues me temo que lo tendría
bastante difícil el aspirante a poderoso que concurriese a unas elecciones con
la verdad en crudo por bandera, ya que esa verdad supondría el reconocimiento
de la fragilidad no sólo de sus proyectos sociales, sino también de la
debilidad de él mismo como mandatario, por esa cosa que tiene el poder de estar
muy repartido entre gente que ni siquiera debe pasar por el trámite incierto y
engorroso de las urnas para imponer no ya su voluntad, sino para imponernos una
realidad.
Hablar, en fin, de política y de populismo resulta tal vez una
redundancia, lo que no quita que la acusación de populismo se convierta en un
arma arrojadiza entre los populistas de signo ideológico contrario, según dicta
una de las normas básicas del populismo: transferir al adversario las
deformaciones propias.
Por
supuesto, el éxito popular del populismo no es mérito de los políticos populistas,
sino del pueblo, que, como su nombre indica, goza del privilegio de ser
populista por naturaleza, con el inconveniente melancólico de que se trata quizá
del único privilegio del que disfruta la gente de a pie en este complejo
sistema de privilegios usurpados por quienes tienen capacidad para concederse a
sí mismos los privilegios de veras importantes. Si los gobernados no fuésemos
populistas por defecto, los gobernantes populistas nos darían risa, pero el
caso es que la risa se la damos nosotros a ellos: esa risa equivalente a la del
predicador que cuenta las monedas que han echado en el cepillo sus feligreses,
ya sea gracias a proclamar la inminencia del fin del mundo o bien a prometer un
trasmundo de goces eternos, que eso suele dar casi lo mismo.
La
motivación principal del discurso populista parece estar clara: allanarse el
acceso al poder mediante la formulación simplificada de una realidad compleja.
La aceptación de ese discurso por parte de sus receptores resulta, en cambio,
demasiado compleja para simplificarse, aunque podríamos suponer que en buena
medida se trata de la asunción visceral de los términos de un discurso
catastrofista que contiene la promesa de una redención social tan instantánea
como infalible, pues muy escéptico hay que ser para dudar de unas expectativas
de máximos, sobre todo cuando la situación colectiva está bajo mínimos.
Muchos
indicios sugieren que tendremos que acostumbrarnos a un discurso político que
tiene menos que ver con la política en sí que con la psicología, por no meter
en esto a la psiquiatría. Y es probable, en fin, que no ganemos para
psicólogos.
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2 comentarios:
Es cierto; ayer vi por TV el programa "Saturday Night" donde Trump aparece como clown principal, no sé si anterior al resultado electoral, y su supuesta parodia de sí mismo, y de la política, dan qué pensar; parece como si el objeto risible fuera él, con una autocomplacencia por el espectáculo inusitada, que aunque sea un no-político espeluzna más sobre el tratamiento que será capaz de dar a los asuntos trascendentales de su nación, o ciertamente sea el mundo y sus conflictos los que en el fondo le traen al pairo con tal de caer gracioso y ganar unos votos. Es como si el antisistema de sí mismo se nos anticipara. Si no nos lo tomamos en serio parece peor.
Como el anterior comentario, sigo con Trump.
¿Puede ser más populismo que Trump renuncie a su sueldo de Presidente de los EEUU?
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