debemos a aquel militar desconocido que cayó
en la cuenta de que un militar sin uniforme no iba a ninguna parte. Resulta
lógico suponer que los militares prehistóricos –prehistóricos como tales
militares- vestían la misma ropa con que asaban un mamut o cultivaban la
tierra, de modo que, cuando a un gerifalte le daba por gritar “¡Al ataque!”, la
tropa se quedaba donde estaba, con el espíritu marcial adormecido, pensando:
“Al ataque vas a ir tú, Manolo”. Ahora bien, cuando el gerifalte Manolo –o
quien fuese- decidió ponerse un casco con unos cuernos más largos que los de
los demás, la cosa cambió, y no digamos cuando tuvo la ocurrencia de adornarse con
unas cuantas medallas y de cambiar los cuernos por un penacho. A partir de ese
momento, los soldados se tomaron en serio el grito de ataque, así les costase
la vida, o al menos unos dientes o una oreja, que cualquier cosa puede
desgraciarse en mitad de una batalla. Gracias a unos simples complementos
indumentarios, Manolo pasó de mero Manolo a general glorioso y a paladín
natural de los suyos.
Lo
raro es que los políticos no hayan seguido el ejemplo de los militares y se
conformen con perpetuar el traje chaqueta como uniforme de trabajo… al menos
hasta las pasadas elecciones, en que la moda de los mandatarios se ha
diversificado un poco.
Nos
tomaríamos más en serio a un presidente de diputación, por ejemplo, si tuviese
un uniforme específico, con entorchados y charreteras, con condecoraciones y
por supuesto con un sable, porque sin sable no hay sugestión completa de
autoridad. Nos infundirían más respeto los concejales si se pasearan por el
pueblo con un uniforme acorde con la dignidad consustancial a su cargo, con
todas las variantes autonómicas –eso sí- que fuesen precisas. Entraría en un
bar un teniente de alcalde con su uniforme privativo y todos nos quedaríamos de
repente en silencio, sobrecogidos por la emanación de mando de su persona, que
pediría un café con leche con la misma solemnidad con que Julio César ordenó
conquistar la Galia. Por
no hablar de los ministros y del presidente del Gobierno, que podrían lucir medio
imperiales, con más ornamentos que un rajá.
El
único inconveniente sería, eso sí, que tendríamos casos de corrupción ligados a
los uniformes de los políticos: “Investigado un consejero de cultura por la
compra fraudulenta de mil metros de entorchados”, “Encarcelado un alcalde por
haber encargado los uniformes de la corporación municipal a la sastrería de un
pariente suyo”, “Detenido por prevaricación un presidente autonómico por
otorgar medallas al mérito civil a cinco de sus exconsejeros inhabilitados por
el caso de los yelmos institucionales diseñados por Calatrava”… Y así
sucesivamente.
Pero
¿qué importarían unos cuantos desmanes más a cambio de lo que saldríamos
ganando en etiqueta y distinción?
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