jueves, 25 de febrero de 2016

UNIFORMIDAD



                                                                                                                
La manifestación más inteligente de la inteligencia militar se la
debemos a aquel militar desconocido que cayó en la cuenta de que un militar sin uniforme no iba a ninguna parte. Resulta lógico suponer que los militares prehistóricos –prehistóricos como tales militares- vestían la misma ropa con que asaban un mamut o cultivaban la tierra, de modo que, cuando a un gerifalte le daba por gritar “¡Al ataque!”, la tropa se quedaba donde estaba, con el espíritu marcial adormecido, pensando: “Al ataque vas a ir tú, Manolo”. Ahora bien, cuando el gerifalte Manolo –o quien fuese- decidió ponerse un casco con unos cuernos más largos que los de los demás, la cosa cambió, y no digamos cuando tuvo la ocurrencia de adornarse con unas cuantas medallas y de cambiar los cuernos por un penacho. A partir de ese momento, los soldados se tomaron en serio el grito de ataque, así les costase la vida, o al menos unos dientes o una oreja, que cualquier cosa puede desgraciarse en mitad de una batalla. Gracias a unos simples complementos indumentarios, Manolo pasó de mero Manolo a general glorioso y a paladín natural de los suyos. 


            Lo raro es que los políticos no hayan seguido el ejemplo de los militares y se conformen con perpetuar el traje chaqueta como uniforme de trabajo… al menos hasta las pasadas elecciones, en que la moda de los mandatarios se ha diversificado un poco.

            Nos tomaríamos más en serio a un presidente de diputación, por ejemplo, si tuviese un uniforme específico, con entorchados y charreteras, con condecoraciones y por supuesto con un sable, porque sin sable no hay sugestión completa de autoridad. Nos infundirían más respeto los concejales si se pasearan por el pueblo con un uniforme acorde con la dignidad consustancial a su cargo, con todas las variantes autonómicas –eso sí- que fuesen precisas. Entraría en un bar un teniente de alcalde con su uniforme privativo y todos nos quedaríamos de repente en silencio, sobrecogidos por la emanación de mando de su persona, que pediría un café con leche con la misma solemnidad con que Julio César ordenó conquistar la Galia. Por no hablar de los ministros y del presidente del Gobierno, que podrían lucir medio imperiales, con más ornamentos que un rajá.


            El único inconveniente sería, eso sí, que tendríamos casos de corrupción ligados a los uniformes de los políticos: “Investigado un consejero de cultura por la compra fraudulenta de mil metros de entorchados”, “Encarcelado un alcalde por haber encargado los uniformes de la corporación municipal a la sastrería de un pariente suyo”, “Detenido por prevaricación un presidente autonómico por otorgar medallas al mérito civil a cinco de sus exconsejeros inhabilitados por el caso de los yelmos institucionales diseñados por Calatrava”… Y así sucesivamente.


            Pero ¿qué importarían unos cuantos desmanes más a cambio de lo que saldríamos ganando en etiqueta y distinción?

.

No hay comentarios: