(Publicado en prensa)
Si tenemos un problema de
fontanería, llamamos al fontanero, como es lógico, y no al veterinario o al
electricista. Cada problema tiene su especialista y cada especialista tiene un
problema complementario cuando no da con la causa del problema, lo que puede
actuar en su descrédito, en parte por nuestra tendencia a pensar que todos los
problemas tienen solución, en claro desprecio por lo irresoluble. Hay cosas, en
fin, que no tienen solución posible, y en esos casos es cuando el especialista
en resolver problemas específicos se ve obligado a recurrir a la frase más
desoladora (“Esto no tiene arreglo”) de su repertorio de frases desoladoras,
cuyo grado de desolación es variable: no es lo mismo que en el taller te digan
que tienes que cambiar la tapa del delco que un médico te diga que tienen que
trasplantarte un hígado.
Pero
desplacémonos al territorio de la fábula…
Llamamos
al fontanero porque un grifo nos gotea. Llega el hombre con su maletín, esparce
el instrumental, tan abundante y variado que serviría para ensamblar un avión,
y, al cabo de un rato, te dice que listo, aunque no puede asegurarte que el
problema esté solucionado del todo, pues se trata de un grifo viejo que tiene
desgastadas las piezas internas y lo suyo sería cambiarlo por uno nuevo. (Pero de
momento, en fin, hay esperanza). Imaginemos que, al salir a la calle, al
fontanero lo esperan quince o veinte periodistas y le preguntan: “¿Cómo ha ido
la cosa?”. Y el fontanero, como es su obligación cívica, les atiende: “He
tenido que cambiar el anillo de retención, pero el cartucho está calcificado y
acabará dando problemas. Aunque soy optimista: hay grifo para dos o tres
meses”. Imaginemos que las declaraciones del fontanero las retransmiten las
televisiones y las emisoras de radio y que las publican todos los periódicos.
Imaginemos que al poco comparece en rueda de prensa otro fontanero para
informarnos de que no está de acuerdo con la reparación llevada a cabo por su
colega, ya que el problema principal del grifo estaba en el disco de asiento,
que no asentaba bien, y que todo ha sido una chapuza. Y ya se forma el lío
entre los partidarios de uno y de otro, cada cual con su opinión sobre el problema
del grifo.
En
política pasa un poco lo mismo: la realidad, que viene defectuosa de fábrica,
se convierte en un grifo que hay que reparar, aunque cada cual disiente en cómo
repararlo. Nos pasamos la vida, domingos incluidos, oyendo a nuestros políticos,
aunque, por efecto de su sobreexposición, es como si oyésemos llover... cuando
llovía. Y digo yo: ¿no sería más prudente que las campañas electorales
consistieran en una quincena de silencio mediático por parte de los políticos y
que, en cambio, durante la jornada de reflexión se dedicaran libremente a su
guirigay habitual? Porque, se mire como se mire, tanto grifo ya cansa.
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