Imagino que se trata de una
impresión no sólo falsa, sino también ingenua y alarmista, pero cada día estoy
más convencido de que nuestra civilización funciona de milagro o de chiripa,
según optemos por una providencia teológica o meramente azarosa.
No sé, tiene
uno la impresión de que hemos montado un mastodóntico aparato administrativo no
para gestionar nuestra vida común con eficacia, sino para crearnos la ilusión
de que estamos administrados con eficacia, que es al fin y al cabo lo que da
marchamo de civilización a cualquier sociedad que se precie: el espejismo de
una estructura frente a una realidad desestructurada.
Por otra
parte, ningún aparato administrativo puede perder su condición de pesadilla
para el ciudadano, ya sea para concertar una cita médica, para someterse a una
inspección fiscal, para adentrarse en los laberintos judiciales o para hacer
una modesta reclamación en la
OMIC. Una civilización sin factores burocráticos un poco
kafkianos es posible que tenga éxito en una tribu salvaje, pero no en una
sociedad avanzada, que necesita promover la angustia colectiva para que nadie
pierda tontamente su condición de ciudadano del primer mundo a cambio de una
vida simplificada, al ser la complejidad una de las virtudes que nos ofrece el
sistema que nos rige.
Tan compleja es nuestra civilización que sabemos que, ya
sea en un organismo público o en uno privado, donde haya un presidente tiene
que haber irremediablemente un vicepresidente, que donde haya un secretario
general tiene que haber por fuerza un vicesecretario general y que donde haya
un organismo, por microscópico que sea, tiene que haber un organigrama,
incluyendo asesores, para que nada falle. “¿Cuanto más organigrama más
capacidad de gestión?”, nos preguntamos, y nos damos una respuesta estoica: “Cuanto
más organigrama, más organigrama. Algo es algo”.
¿Y
para qué sirve todo ese entramado? Pues para muchas cosas. Por ejemplo: salvo
los negacionistas de lo evidente, tenemos consciencia de estar matando el
planeta, pero la pasividad de los gestores de lo público no deja de ser interesante
si tenemos en cuenta que esa pasividad la remedian con una extraña forma de
actividad: la construcción de nuevas autopistas o la búsqueda de petróleo en
regiones inexploradas, entre otras ocurrencias. Como paradoja resulta
inmejorable: si el planeta está contaminado, ¿qué mejor solución que dar facilidades
para contaminarlo un poco más?
Eso sí: si arden miles de hectáreas de bosque,
siempre habrá un alcalde que inaugure un parque público con unos cuantos
árboles y con una zona infantil recreativa. Si sube el nivel del mar, algún
organismo competente –con su competente organigrama- ganará terreno al agua
para construir un muelle deportivo. Si se derriten los glaciales, nuestra
compañía eléctrica nos ofrecerá la instalación de un sistema de aire
acondicionado, pagadero en cómodos plazos. ¿Qué puede salir mal?
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