Ada Colau se ha dolido, entre
lágrimas, de que, en el día de su elección como alcaldesa, ella y sus ediles
fueron insultadas por quienes se concentraron en la plaza Sant Jaume para
protestar por el tetris democrático que, tras dejar fuera de juego a ERC,
propició su investidura. Razón para el duelo no le falta, pues los insultos
sobrepasaron el límite del machismo para invadir el terreno de la pura
barbarie. Las bocas de las que salieron esas barbaridades se supone que son las
mismas que pregonan y ensalzan el pacifismo y la sonrisa permanente del ideario
independentista catalán, que se exhibe ante el mundo como un episodio candoroso
de los teletubbies, entre cánticos regionales y banderas de un país imaginario,
aunque muy parecido, según cuentan, a Shangri-La, al menos a medio plazo vista.
La
apertura de la caja de los truenos suele presentar ese inconveniente: que los
truenos suenan para todo el mundo. Por su parte, el inconveniente de los
insultos es que son portátiles y van de un bando a otro, sin más disciplina que
la del sentimiento en caliente. Estás en el país de la fraternidad, como si
dijésemos, y, de improviso, te cae un
insulto no ya de tus adversarios, sino de tus aliados naturales, y todo empieza
a enrarecerse, pues lo que era Shangri-La empieza a parecerse un poco al barrio
del Raval de madrugada.
Cuando
la política se saca del ámbito de la gestión de lo público y se desplaza al ámbito
de la gestión de lo esotérico pasan al menos dos cosas, a saber: 1) que la
realidad acaba siendo un factor secundario y 2) que las fantasías acaban siendo
un sustituto irracional de la racionalidad. La buena noticia es que para un
político profesionalizado resulta más cómoda la puesta en circulación de abstracciones
irresolubles que el dar solución a concreciones irresueltas.
A
pesar de los insultos recibidos por un sector exaltado del independentismo, Colau
ha manifestado su intención de mantener el lazo amarillo en la fachada del
ayuntamiento. Bien. Puede entenderse como una muestra de su falta de rencor. Puede
entenderse como un guiño de complicidad a quienes la insultaron. Puede
entenderse como una muestra de su habilidosa ambigüedad. O puede entenderse sin
poder entenderlo en absoluto.
Hay
optimistas que opinan que un referéndum pactado solucionaría este tipo de
disputas y se impondría una armonía social modélica. No diré que no. Pero, a
poco que echemos unas gotas de pesimismo a ese optimismo, se impone la sospecha
de que esa consulta no sería la solución del problema, sino el principio de
otro, distinto en su apariencia aunque idéntico en su esencia. Es lo que tiene
el romanticismo telúrico cuando se aplica a la política: crear conflictos sin
solución posible. Tal vez porque la solución –quién sabe- es el problema mismo.
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