(Publicado en prensa)
Cuando alguien decide dedicarse a
la política sabe de sobra que, para gestionar la realidad, tiene que
desvincularse lo antes posible de la realidad. Desvincularse de ella no por
desdén, sino para no verse desbordado por ella, de modo que se ve obligado a optar
por una forma específica de fantasía: sustituir a la gente por estadísticas,
reducir los conflictos a números decimales y transformar la gestión en discurso,
mejor cuanto más grandilocuente y enaltecedor.
Para un político, vivir atento a
la realidad en crudo supondría vivir en el infierno, y de ahí que prefiera
mudarse al paraíso de lo imaginario, donde los problemas no pasan de ser
abstracciones que vagabundean por su despacho como fantasmas suplicantes. Siempre
resultará más cómodo que una persona sea una entelequia que consta como
desempleada en la base de datos del INEM, por ejemplo, que tener cara a cara a un
ser de carne y hueso que no logra sobrevivir en un sistema que lo ampara de
boquilla y que lo margina de facto. De ahí la incomodidad del gremio político
en cuanto pisa la calle, expuesto al asedio quejumbroso de la gleba, y de ahí
la magnitud del sacrificio que lleva a cabo en campaña electoral.
El
martes pasado, en el pleno de constitución del Congreso, asistimos a la puesta
en escena, por parte de algunos de nuestros representantes electos, de ese
propósito de escapar cuanto antes de la realidad para ingresar en la esfera de
los ensueños de carácter autista. En
medio de un clima confuso de patio de colegio, algunas señorías teatralizaron
sus melodramas personales, sus estrategias egolátricas y sus delirios
refrendados en las urnas, según el sentido del espectáculo de cada cual. Nadie
esperaba menos, aunque es posible que nadie necesite tanto.
No
sé: sentamos a una gente en una butaca para que solucione los problemas
genéricos de nuestra vida en común y resulta que esa gente acaba siendo, por sí
misma, un problema complementario. Porque creo que estaremos de acuerdo en que
no es lo mejor para nuestra convivencia el que la sesión inaugural de una
legislatura -con la que teóricamente se abre un periodo de esperanza colectiva-
acabe pareciéndose a uno de esos programas de la televisión basura en que se
disputa un premio a costa de la propia dignidad.
Tras
los pataleos, aspavientos y juramentos a la carta, la nueva presidenta de la
cámara, la señora Batet, dio un breve discurso que, lejos de acogerse a la
retórica previsible, aliaba el sentido común con el decoro, pero, tras lo ya
visto y oído, sus palabras, tan coherentes, resultaron incoherentes en aquel
contexto caracterizado por la gestualidad y la bravuconería.
Mal iremos, en
fin, si el Congreso se convierte en la taberna nacional. Mal.
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