Hemos avanzado: antes, si un
territorio decidía independizarse o si alguien tenía la ocurrencia de
anexionarse un territorio, las cosas se resolvían casi ineludiblemente en el
campo de batalla. No se salía con la suya quien tenía más razón, sino quien
tenía más fuerza. No era preponderante ni decisivo el discurso, sino la
eficacia militar. Hoy, por fortuna, una declaración de independencia puede
decidirse pulsando un botón desde un escaño de terciopelo. Es una de las
ventajas de los regímenes democráticos: tener la obligación de asumir de forma
incruenta esas maniobras extrademocráticas que se amparan en la defensa de una
democracia alternativa, adornada por lo general con componentes mágicos: la
consecución de un paraíso sociológico o, como poco, la recuperación de un edén vernáculo
usurpado por un enemigo más o menos ficticio y más o menos calculadamente
robotizado en el imaginario colectivo.
En
Cataluña, lo primero que se ha independizado han sido las matemáticas, que allí
han pasado de ser una ciencia exacta a convertirse en una ciencia esotérica: un
47,8% es más que un 52,2%. O lo que viene a ser lo mismo: una suma de diputados
vale más que una suma de ciudadanos.
Los
políticos catalanes que han optado por proclamar teatralmente la independencia
parecen pensar más en los futuros libros de historia que en el presente, lo que
si bien puede entenderse como un gesto loable de previsión, también podría
malinterpretarse como un síntoma de profetismo, y ya sabemos que no ha nacido
aún el profeta que dude de su clarividencia. Hay mucho de heroísmo ornamental
en su actitud, sabedores de que al fin y al cabo la sangre no llegará jamás al
río y de que cualquier acción que se les aplique, ya sea judicial o policial,
no hará sino nimbarlos de santidad en su versión cívica. Aunque fracasen, saben
que triunfarán, pues su éxito depende en gran medida de la dimensión de su
cataclismo, mejor cuanto más dramático. Es un juego curioso: gana más quien
pierde que quien gana.
En
Cataluña estamos asistiendo a lo que parecía apenas una suposición intelectual
un tanto apocalíptica: la muerte de las ideologías, en beneficio en este caso
de un supraconcepto: la república catalana independiente, que al parecer es
algo que está no sólo por encima de las controversias partidistas, sino por
encima incluso de la realidad catalana, aunque no desde luego por encima de
Artur Mas, que es el Hamlet, el Arlequino y el Míster Bean de este pintoresco
sainete.
¿La
solución pasa por la convocatoria de un referendum, por el diálogo político
–sea eso lo que sea-, por la aplicación a rodillo de las leyes? Doctores tiene
la conjetura, pero mucho me temo que la solución del problema no es otra que el
problema en sí. Y es que quien tiene la habilidad de crear un conflicto irresoluble
suele saber lo que se trae entre manos: tanto el veneno como el antídoto.
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1 comentario:
Lo están haciendo tan mal que soy optimista. Si la cosa les fuese bien, seguro nos pedían una isla Canaria, ya que los catalanes fueron los primeros en llegar allí con el general francés Betancour ( con la isla del Hierro seguro se contenta Más y Cara Torta Junqueras),
han conseguido aterrorizar a propios y extraños, en un referendum no pasan del 30 por ciento, y que Cataluña es bono basura, que voracidad.
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