(Publicado ayer en prensa)
Todos nos hemos extrañado alguna
vez por el hecho, tan insólito como virtuoso, de que, a lo largo de estos años
de democracia, nuestros políticos no se hayan puesto en huelga como protesta
por las decisiones de la ciudadanía, ya que, a fin de cuentas, se supone que
ellos son los empleados y nosotros los jefes, aunque la realidad se encargue de
indicar más bien todo lo contrario, por esa afición que tiene la realidad común
a volverse comúnmente irreal. Resulta curioso, en fin, que ningún presidente de
gobierno se haya puesto en huelga como revancha por una huelga general
convocada por sus adversarios políticos y sindicales, como curioso resulta que,
tras unas elecciones, ninguno de los líderes de los partidos perdedores haya
decidido ejercer una oposición meramente pasiva, de brazos caídos y de boca
callada, como muestra de desacuerdo vehemente con la decisión mayoritaria de
los votantes.
Todo
sería cuestión de inaugurar la tradición. Que un ministro de agricultura se
pusiera en huelga porque los vaqueros no han cubierto el cupo de leche,
pongamos por caso, o incluso porque lo hayan excedido, pues con las vacas nunca
se sabe. O que un concejal encargado del cementerio se declarase en huelga de
hambre porque la gente se dedica a robar las flores de unas tumbas y ponerlas
en las de sus deudos, para que de ese modo el homenaje póstumo les salga
gratis. O que un viceconsejero de sanidad emprendiera una huelga a la japonesa,
renunciando incluso a la hora del bocadillo, para protestar por el hecho de que
a todo el mundo se le ocurra coger la gripe a la vez, saturando de ese modo, de
manera tan irresponsable e incívica, los hospitales y ambulatorios.
Que
nada de esto haya ocurrido habla mucho y bien no sólo de la gran responsabilidad
de nuestros dirigentes, sino también de la solidez de su sentido de Estado, ese
sentido de Estado que nadie sabe del todo en qué consiste, pero que, con
arreglo a su historial de logros, lo mismo sirve para aprobar una subida de
impuestos en tiempos de crisis aguda que para meternos en la guerra de Irak. Al
contrario que ellos, los ciudadanos tenemos menos sentido de Estado que estados
de sentido, y de ahí sin duda el hecho de que, con más frecuencia de la
deseable, el sentido de Estado lo interpretemos no sólo como un sinsentido,
sino que también lo padezcamos como un sinvivir.
Se
podrá alegar que muchos de nuestros políticos no dan un palo al agua y que, a
efectos prácticos, es como si estuvieran en una huelga permanente, pero no
sería justo, ya que, al fin y al cabo, la política no necesita figuras, sino
figurantes, figurines e incluso figurones, para que este teatro social que nos
traemos entre todos pueda seguir ofreciendo a diario la representación de una tragicomedia
colectiva que podría tomar prestado el título de la de Lope de Vega: El
remedio en la desdicha.
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