(Publicado en prensa)
El concepto de “activismo” conlleva
necesariamente un grado de fanatismo, ya que sin un componente fanático no se
trasciende el grado de la pasividad, y se trata de todo lo contrario. El
activista no puede encogerse de hombros ante el detalle más insignificante que
afecte a su parcela temática, ya sea en el ámbito de la política, de la
ecología o del maltrato animal, pongamos por caso, pues todo activismo es
selectivo, tal vez por prudencia estratégica: si no se puede luchar contra el
mundo como totalidad caótica, dividamos el mundo en caos específicos. Gracias a
esa división, una persona puede amargarse la vida de maneras muy diferentes:
sufriendo por las condiciones de vida de los perros de las perreras, deseándoles
la muerte a los matadores de toros o poniendo el grito en el cielo por el hecho
de que alguien fume en la terraza de un bar, por ejemplo. Hay opciones.
Algunos
identifican el activismo con el histerismo, o al menos con una mentalidad
maniática, fruto de la extrapolación de alguna psicopatología necesitada de
manifestación pública, aunque tal vez habría que barajar la posibilidad de que
el antiactivismo sea una manifestación igualmente fanática del activismo.
Nuestra
forma de vida, la que hemos creado, tiene mucho de mecanismo desastroso, hasta
el punto de que señalar sus muchos desastres se considera un síntoma de
trastorno sociopático.
Algunos
activistas climáticos han vandalizado unas obras artísticas, con gran
repercusión mediática, que es lo que se supone que pretendían. ¿Por qué han
puesto su diana precisamente en el arte? Sería demasiado enrevesado suponer
que, a pesar de que a lo largo de la historia ha habido artistas culpables de
muchas cosas, una obra de arte es siempre, como tal, inocente. Y la agresión a
la inocencia provoca espanto. No sé. Podrían haber lanzado latas de tomate a un
surtidor de gasolina y pegarse la mano a la manguera, o incluso meterse la
manguera por algún orificio corporal por el que escueza un poco. Podrían haber localizado
a algún magnate del petróleo que sea calvo, verterle en la cabeza un bote de
fabada y pegarse luego la mano a su cogote, procurando evitar, eso sí, los
trozos de chorizo y de tocino. Etcétera. Con un poco de imaginación, la
repercusión mediática hubiese sido la misma. Pero no: los cuadros. Hay que
precisar que esas acciones las han llevado a cabo en obras protegidas por un
cristal, pero el peligro está en que a alguien le dé por elevar la temperatura
de la protesta al nivel de la iconoclastia y se anime con un cuadro
desprotegido.
Procurando
situarse en la mentalidad de estos activistas, se pregunta uno: ¿qué importa una
obra de arte en un planeta autodestructivo? Pero el caso es que todas las
respuestas posibles tienen forma también de pregunta.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario