(Publicado en prensa)
Ignoro si la religiosidad es una competencia transferida a
las comunidades autónomas, de modo que los rezos de un extremeño no tengan
efecto en Cantabria, pongamos por caso, y viceversa, pero me arriesgaría a
suplicar a la Virgen de Montserrat -a la que por motivos territoriales nunca he
pedido nada- que la presidenta cesante del Parlament catalán sea inocente de
los delitos -falsedad documental y prevaricación- que se le imputan, a pesar de
que las pruebas no resultan tranquilizadoras, lo que justificaría aún más la
intermediación divina en el asunto. Y se lo suplico, con la humildad debida y
con el pudor del forastero, porque si se demostrase que la expresidenta es
culpable de lo que se le acusa, supondría un mazazo para nuestra democracia, tanto
en su versión catalana como en sus variantes estatales, y no porque le añadiese
un caso de corrupción, que eso al fin al cabo no sorprende ni escandaliza ya a
nadie, sino porque evidenciaría uno de los males que asedian a un sector
significativo de la clase política: el infantilismo.
Un
infantilismo que podría resumirse en un lema: “Yo no he sido”.
Pocos días
antes de saber que iba a acabar ante un juez, la ahora expresidenta tuvo la
valentía teatral de presidir una cumbre contra la corrupción, en la que dejó
muy claras las cosas, con el mismo espíritu exculpatorio de una colegiala a la
que pillan copiando en un examen: “En democracias viciadas con tics autoritarios, a veces la
corrupción también puede dejar de ser un problema que es necesario eliminar y
convertirse, de manera perversa, en una arma para combatir la disidencia
política”. Democracias viciadas y perversidades al margen, su tono fue
ascendiendo a la esfera suprema del melodrama: “Los que me quieran muerta, me
tendrán que matar y mancharse las manos”, pero el primer escollo vino cuando pretendió
que el Parlament ignorase la norma –calificada por ella de “infame”- que
dispone que un parlamentario investigado por corrupción sea apartado de su
cargo: “Espero, deseo y quiero creer que los miembros de la Mesa actuarán como
diputados demócratas y respetuosos con los derechos fundamentales, no como
jueces o inquisidores”. Por desgracia, no hubo suerte: se portaron como jueces
e inquisidores, desde la premisa escandalosa de que las normas están para
cumplirse.
Insisto: le suplico a la Virgen de
Montserrat –que ya hizo el milagro de fundir en un mismo gobierno a la
izquierda telúrica y a la derecha corrupta autóctona- que nada de lo que se le
imputa a la señora Borràs sea cierto y que quienes se han manchado las manos
con su sangre inocente se vean obligados a dimitir o, como poco, a pasearse por
las Ramblas con un capirote penitencial.
Porque, allá en los mágicos mundos
infantiles, las hadas, seres alados y fosforescentes, no deben ser víctimas de
los monstruos.
2 comentarios:
Extraordinario artículo. Una clase magistral casi siempre.
Una vez, un abogado me comentó que los mejores testigos (falsos) son las testigos (con perdón)
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