(Publicado en prensa)
Los políticos suelen equivocarse en algunas cosas y acertar
en otras, como cualquiera, pero resultan infalibles cuando optan por
distorsionar la realidad. Es decir, cuando deciden que las cosas no son como
son, sino como les conviene que aparenten ser. Ahora estamos en eso, a diversas
bandas.
Bien es
cierto que el nuevo gobierno genera dudas sobre su fortaleza y su
perdurabilidad, y sospecho que esas dudas las tiene el gobierno mismo, que
acaba de nacer al son de la retórica triunfalista que resulta propia de estas
ocasiones (ilusión, diálogo, etc.), aunque se le percibe una inquietud de fondo
frente a la posibilidad de las deslealtades internas y frente a la presión de
factores externos, empezando por los independentistas y terminando por la UE. Pero negar legitimidad al nuevo gobierno,
según el empeño de algunos, no pasa de ser una negación de la legitimidad del
sistema democrático, que se sustenta, al menos en lo básico, en los números. No
creo que a nadie del PSOE le haya resultado plato de gusto el tener que
gobernar con UP gracias a la abstención de ERC y de Bildu, pero platos igual de
amargos ha tenido que tragarse el PP durante algunas de sus etapas de gobierno,
por mucho que ahora apele a la irreprochabilidad de su trayectoria de pactos.
La
estrategia de crispación social por la que han optado las derechas –acomodadas
en el lecho de Procusto y en pugna entre sí por comprobar quién vocifera más
alto- puede entenderse por la frustración de no haber podido sumar entre ellas,
de modo que sólo les queda restar todo lo posible a quienes han conseguido
llevar a cabo una suma parlamentaria un tanto extravagante. Pero esa táctica convulsionadora
tiene sus peligros: alentar la nostalgia de la barbarie, las ideologías de
brocha gorda, la indignación infundada, el patriotismo alfa y la traslación del
pensamiento político a la esfera de la emocionalidad. No estoy seguro de que
sea sensato ni convincente el pretender transformar una coyuntura gubernamental
en un apocalipsis nacional: un gobierno dura a lo sumo cuatro años. Y su
posible fracaso sería, a fin de cuentas, el fracaso –coyuntural, no
apocalíptico- de todos, pues a todos –incluidos sus detractores de a pie- nos
traería contrariedades una labor de gobierno ineficiente.
Son muchas las
incertidumbres en torno la viabilidad gestora de este ejecutivo, y será sin
duda fascinante ver cómo aciertan a conciliarse dos egos muy acentuados, pero
el afán de deslegitimación anticipada por parte de sus adversarios resulta tan teatral
como la euforia de sus componentes. El pesimismo razonado no es incompatible con
un optimismo razonable: simplemente, estamos en la fase del “ya veremos”. Ni
menos ni más. Y como siempre.
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