(Publicado hoy en prensa)
Antes de entrar en otras
cuestiones, un dato científico: hasta la popularización de las llamadas redes
sociales, la conjunción de la idiotez con la ignorancia era algo que sólo se
exhibía en el ámbito familiar, en el círculo de las amistades y, como mucho, en
el bar del barrio. Hoy, esa exhibición ha expandido considerablemente su circuito,
lo que no deja de tener sus ventajas, sobre todo para quien practica la
susodicha conjunción, pues de ese modo puede encontrar una salida expedita y
gratuita para divulgar al unísono su idiotez y su ignorancia.
Pero dejemos a
un lado la ciencia para entrar en el terreno de las suposiciones…
¿Puede
un país volverse idiota como tal país? La respuesta, aunque compleja, tiende a
ser por desgracia afirmativa, y la demostración empírica la tenemos tal vez en
el nuestro, en el que hoy por hoy importa más la definición del país que el
desarrollo del país, al tiempo que nos preocupa más el ayer que el ahora y más
el ahora que el futuro. Como experimento no está mal: un país que juega a
destruirse con el pretexto de reconstruirse, o al menos de deconstruirse
identitariamente, a la manera en que algunos cocineros de vanguardia deconstruyen
el gazpacho o la tortilla: algo que es lo que es y, a la vez, lo que no es.
Tanto
los políticos como los politólogos tienen la amabilidad de suponer que los
ciudadanos nos regimos por criterios racionales a la hora de votar. Sí.
Fundamentalmente eso, racionales: en cuanto sale un predicador que vende humo,
salimos corriendo racionalmente tras él, y casi lo mismo nos da que dicho
predicador venga de la izquierda o de la derecha, porque lo que nos exalta es
el humo que le compramos Un humo, no sé, como el de esos habanos que los
predicadores del patriotismo cañí se fuman en las corridas de toros o bien ese
humo que a algunos predicadores del animalismo les impide distinguir un buey de un toro bravo,
por ejemplificar con humos muy dispares.
Las
fantasías nacionalistas también son un humo con muy buena salida comercial:
dile a un pobre hombre o a un botarate que es superior y diferente, y que lo es
por meros privilegios telúricos, y ya lo tienes como cliente fiel. Las
fantasías utópicas tampoco están mal: dibújale a un desesperado un paraíso
sociológico de colores puros, donde todo es solidaridad y filantropía, sin
usureros ni especuladores, y se te dormirá en los brazos como un niño. Y no nos
olvidemos de las fantasías distópicas: píntale a alguien un país invadido por
extranjeros, fragmentado y sometido a la tiranía de los homosexuales, de los
comunistas y de las feministas, entre otros estamentos, y al instante lo
tendrás en la calle agitando una bandera, convertido a la causa vociferante de
la reconquista de las esencias nacionales.
Y
así vamos, en fin. En este comercio de humos. Y un poco chamuscados.
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