(Publicado ayer en prensa)
Terminaron los carnavales, menos
en Cataluña, donde prosigue la mascarada. Una mascarada que tiene su
prolongación cuaresmal y resacosa en la Audiencia Nacional,
donde se ven menos antifaces que caras largas, donde se oyen menos risotadas
que argumentos exculpatorios, aunque sin el componente de la contrición, porque
los héroes pueden justificar sus heroicidades, por descabelladas que resulten,
pero jamás arrepentirse de ellas.
Ve uno a esos políticos en el banquillo y se
pregunta: “¿De verdad pensaban que…?”. Y la respuesta no es concluyente: tiene
uno la impresión de que se creyeron aquello y de que a la vez no se creyeron
nada de aquello, empujados y arropados por una especie de espíritu de Fuenteovejuna,
convencidos quizá de que la diluición de la responsabilidad de sus decisiones
no iba a implicar consecuencias penales para nadie en concreto, al tratarse de
gestos colectivos y legitimados además por una buena parte del pueblo oprimido
que fue liberado de su yugo durante unos segundos emocionantes. Pero el
problema de las leyes es que son leyes, por poco que te gusten como tales
leyes, por poco que te entusiasme su cumplimiento y por mucho que te arriesgues
a incumplirlas en función de un mandato más o menos popular y más o menos
esotérico.
Mientras
los más desventurados de sus compañeros de aventura penan en presidio,
Puigdemont acrecienta su gestualidad napoleónica, aunque cada vez con un talante
más cercano al de Tartarín de Tarascón, el protagonista quijotesco de aquella
novela de Alphonse Daudet que pasó de burgués apacible a héroe a la fuerza, con
su componente de enternecedora comicidad. Pero si bien Puigdemont resulta
quijotesco, su robot a distancia, Torra, tira más a sanchopancesco, en concreto
a ese Sancho Panza que gozó del gobierno fugaz de la ínsula Barataria. Desde su
trono provisional y en gran medida vicario, a Torra debemos una de las
aseveraciones más categóricamente desconcertantes de nuestra historia reciente:
“La democracia está por encima de la ley”. Imagino que estarán de acuerdo
conmigo en que para concebir una frase así hay que tener una visión muy
original tanto de la democracia como de la ley, consideradas como elementos
disociados y cabe suponer que irreconciliables, que es lo más curioso de todo.
Cabe suponer que por “democracia” el señor Torra entiende la voluntad popular
en sentido impresionista, a ojo de buen cubero, como quien dice. Un poco a
voleo. Y sí, qué duda cabe: si unos ciudadanos deciden que los anillos de
diamantes deben ser gratuitos y saquean todas las joyerías de una ciudad, no
sólo estaremos ante un acto genuinamente democrático, sino también ante un
merecido escarmiento a esa ley estrafalaria que castiga el robo. Para eso sirve
fundamentalmente la democracia: para que las leyes no se pasen de listas.
Larga vida al
carnaval.
1 comentario:
Que esta entrada suya no haya merecido hasta ahora un solo comentario me parece cuando menos una moda estrafalaria, no decir ni amén ante su agudeza de todo tipo: estilística, visual, poética (sí, poética por qué no), política, democrática, crítica, y por si todo esto no fuera suficiente para llenar la capacidad que tenemos para asombrar-nos, su prosa.
Todo un lujo leerle, Sr. Benítez.
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