(Publicado el sábado en prensa)
Cuando una ideología política se
convierte en una fe –lo que de entrada no es bueno ni malo-, el pensamiento se
escora al lado de la irracionalidad: del pensar al sentir, del análisis crítico
de la realidad a la percepción emocional de la realidad. Según estudios
neuropolíticos –tan reveladores como, en el fondo, aterradores-, cuando el
exceso de información sobrepasa los límites de nuestra capacidad racional para
organizar e interpretar esa información, la razón se echa a un lado y tendemos
a buscar soluciones y conclusiones emocionales, que siempre tienen algo de
azarosas.
Algunos
neurocientíficos dan por hecho que la persona que milita en una formación
política desarrolla un mecanismo cerebral que le impide entender las razones de
quienes militan en otra. Algunos experimentos concluyen que, incluso cuando se
aportan datos objetivamente favorables sobre la gestión de gobierno de un
partido contrario al de nuestra militancia, la mente activa dispositivos
que niegan la evidencia de esos datos.
Este
sectarismo sirve para ser aplicado a la política, a la religión o al deporte, y
lo más prudente sería resignarnos a que la historia de la humanidad se reduzca
a la historia de una confrontación permanente e inexorable no ya tanto entre
maneras distintas de pensar como entre maneras distintas de sentir lo que
pensamos, al menos en los casos afortunados en que el sentir se apoya en el
pensamiento. La idea de una sociedad armoniosa en cuanto al equilibrio de sus
intereses colectivos no pasa de ser, en fin, una tierna utopía que tiene que
conformarse con una distopía soportable: la gestión equilibrada de unos
desequilibrios irresolubles.
Las
formaciones políticas lo que en esencia nos ofrecen son diferentes opciones de
paraíso, lo cual establece un pacto de fantasía entre los gobernantes y los
gobernados: ambos sabemos de sobra que los paraísos terrenales se extinguieron
en las primeras páginas de la
Biblia, pero ambos optamos por dar crédito a una ilusión casi
tan antigua como el mundo: redimir a la condición humana de sí misma. Con
arreglo a nuestro nivel de credulidad con respecto a esa oferta variada de
paraísos, elegiremos a un redentor o a otro, o bien nos abstendremos de votar,
aunque en cualquier sociedad democrática los niveles de abstención –así rocen
el 50%- no suelen ser considerados síntomas de alarma, sino gajes del sistema.
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2 comentarios:
"Algunos neurocientíficos dan por hecho que la persona que milita en una formación política desarrolla un mecanismo cerebral que le impide entender las razones de quienes militan en otra."
Si, y tampoco se circunscribe exclusivamente a la política; mentalidad de muchedumbre que le dicen.
Buen articulo, abrazo!
El artículo ha retratado con precisión quirúrgica la realidad socio-política española. Este país no tiene enmienda y sí mucha jodienda.
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