martes, 28 de agosto de 2018
lunes, 27 de agosto de 2018
LAZOS
(Publicado el sábado en prensa)
El ser humano tiende al
simbolismo. Es decir, a ver en algo no sólo ese algo, sino otro algo que está
por encima de ese algo: el algo trascendido. Por si fuese poco, esa tendencia
puede aliarse con la inclinación al pensamiento embrujado, y ahí empieza ya la
verdadera eficacia espiritual: una persona perteneciente a una civilización
avanzada puede estar convencida de que arrojar a una hoguera un papel con algo
escrito -a ser posible durante el solsticio de verano- hace que ese algo deje
de actuar maléficamente sobre su vida. Y no sólo eso: incluso es posible que
sus chakras vuelvan al sitio del que jamás debieron moverse.
La
política no es ajena a los símbolos, sino más bien todo lo contrario, hasta el
punto de que hay pesimistas que se malician que la política viene a ser el
símbolo ineficiente de lo que debería ser una gestión de lo público, pero esa
sería otra historia.
Los
símbolos están muy bien para servir como símbolos, pero para poco más, a menos
que ascendamos un símbolo a la condición de sagrado, ya sea por vía laica o por
vía religiosa, pues entonces el símbolo en cuestión adquiere una utilidad
innegable: perturbar la realidad común en beneficio de una realidad privada.
En
Cataluña, sin ir mas lejos, hay personas que ponen lazos amarillos en sitios
públicos y personas que arrancan esos lazos. La lógica nos susurra que tanto
los que los ponen como quienes los arrancan son catalanes, a no ser que existan
evidencias de que los arrancadores de lazos son cuadrillas de españoles unionistas
que operan en aquellas tierras tras viajar varias horas en un autobús
subvencionado por el Estado para dislocar la convivencia armónica de las gentes
de allí: el turismo antilazo, por así decirlo.
Como no podía
ser menos, los mossos han tomado cartas en el conflicto simbólico mediante el
procedimiento de identificar, para posible sanción, a los arrancadores de
lazos, bajo el amparo nada menos que de la Ley de Seguridad Ciudadana, alias Ley Mordaza.
¿Presos
políticos frente a políticos presos? Según el adjetivo se anteponga o se
posponga en tus mecanismos mentales, te dedicas a colgar lazos o a arrancarlos.
La fiscal general del Estado ha dicho que poner lazos es un acto de libertad de
expresión, pero que arrancarlos también lo es. Tiene toda la razón en su
apreciación salomónica, aunque ha pasado por alto un detalle: el devoto de un
símbolo no puede admitir la profanación de su símbolo. Un símbolo no se
cuestiona: simplemente es. Y se acata. Y ya.
Los
malos catalanes que arrancan el símbolo de los buenos catalanes lo tienen
difícil: un símbolo se combate con otro símbolo, no con la destrucción de un
símbolo ajeno. Para equilibrar el sistema de agravios y el sentir victimista,
que prueben, no sé, a colgar butifarras, a ver si los del otro bando no las
arrancan de cuajo.
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lunes, 13 de agosto de 2018
CUESTIÓN DE FE
(Publicado el sábado en prensa)
Uno de los mecanismos más
misteriosos de nuestra mente es el que determina que tengamos fe en algo. No
sé: tener la convicción de que, tras la muerte, conviviremos con nuestro dios,
rodeado de un coro de ángeles o de una corte de huríes, según la doctrina que
nos ilumine. Tener la convicción de que los extraterrestres están entre
nosotros, disfrazados de terrícolas, para estudiar nuestras costumbres o para
lo que quiera que un extraterrestre decida infiltrarse en nuestras respectivas
civilizaciones. Tener la convicción de que en la baraja del tarot está escrito
nuestro futuro. Tener la convicción de que una plegaria dirigida a un ser
sobrenatural hará que sanemos de una enfermedad incurable o que gane nuestro
equipo. Etcétera.
Somos
seres extraños, divididos entre la racionalidad y la superstición, entre
realidades contundentes y fantasmagorías difusas, propensos a mudar nuestro
pensamiento al territorio de lo sobrenatural en cuanto lo natural nos sobrepasa
o nos resulta insuficiente.
Todo
eso estaría muy bien –o al menos no demasiado mal- si esas creencias se nos
quedasen dentro de la mente como pintoresquismos inevitables de quienes tienen
que convivir las 24 horas del día con una actividad cerebral bastante compleja,
obligados a formulaciones, a reacciones y a conclusiones arriesgadas: desde dar
por buena la teoría de la reencarnación, pongamos por caso, hasta elegir qué
modelo de coche te compras, con la peculiaridad de que el ser el humano tiende
a ser titubeante no sólo antes las grandes cuestiones metafísicas, sino incluso
a la hora de elegir una pieza en la panadería, sobre todo si se trata de una de
esas panaderías vanguardistas en que los productos están barroquizados con un
surtido de simientes que ni siquiera sospechábamos que existían. Pero si una
creencia, una fe, decide ser no solo expansiva sino también imperativa, el
asunto se complica un poco, pues demasiado suele tener una persona con su
propio jaleo ideológico y emocional como para adoptar el ajeno, lo que no quita
que haya quien se alinee fervorosamente con credos estrafalarios, rendidos ante
el carisma y la elocuencia de unos líderes que lo mismo montan una secta en un
rancho de Texas que un partido político que enaltece la supremacía regional.
Qué extrapola cada cual en esas adhesiones me temo que es algo que ni siquiera
sabe el interesado: los misterios del ser, como quien dice.
Tener
fe en algo resulta estupendo, siempre y cuando no tengamos demasiada fe en
nosotros mismos: la fe –ya sea en la misericordia de una deidad o en la
eficacia gestora del presidente de una diputación- como paliativo personal ante
el vacío o ante lo que sea, pero no como remedio ecuménico. El problema suele
ser, en fin, que la fe bien entendida empieza por uno mismo, y en esas andamos
desde los tiempos del Génesis, sin escarmiento posible: cada loco con su tema.
Cada creyente con su fe. Y mucha gente en la playa.
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miércoles, 8 de agosto de 2018
lunes, 6 de agosto de 2018
FOTOGRAFÍAS
Hasta hace no mucho, la gente se
fotografiaba en ocasiones más o menos señaladas, y aun eso si alguien había tenido
la ocurrencia de echarse una cámara encima, cosa que ocurría
muy raramente, ya que las buenas cámaras fotográficas presentaban el inconveniente de
ser un ingenio pesado y molesto, y sólo los muy aficionados a la perpetuación
de las estampas familiares o amistosas se prestaban a ese martirio, que a veces requería la búsqueda de encuadres imposibles: retratar, por ejemplo, a un grupo
de 30 o 40 personas, perro incluido. “Lástima que no tengamos una cámara”, solía
ser la queja más frecuente en los momentos álgidos de las reuniones
celebratorias.
Cuando se trataba de ocasiones señaladamente señaladas, se contrataba a un profesional para que eternizara lo fugitivo, incluida en ese concepto la inocencia acartonada de la primera comunión o la ilusión contenida en los pliegues más o menos etéreos de un vestido nupcial. Una persona corriente llegaba a la vejez, en fin, con más o menos un centenar de fotos de su persona, y el hecho de retratarse tenía algo de episodio solemne, y de ahí quizá el que, en las viejas fotografías en sepia, todo el mundo parezca un muñeco de cartón, con la expresión rígida, la pose envarada, la mirada difusa, con aspecto de estar orinándose o de reírse sin ganas ni motivo.
Cuando se trataba de ocasiones señaladamente señaladas, se contrataba a un profesional para que eternizara lo fugitivo, incluida en ese concepto la inocencia acartonada de la primera comunión o la ilusión contenida en los pliegues más o menos etéreos de un vestido nupcial. Una persona corriente llegaba a la vejez, en fin, con más o menos un centenar de fotos de su persona, y el hecho de retratarse tenía algo de episodio solemne, y de ahí quizá el que, en las viejas fotografías en sepia, todo el mundo parezca un muñeco de cartón, con la expresión rígida, la pose envarada, la mirada difusa, con aspecto de estar orinándose o de reírse sin ganas ni motivo.
Fotografiarse
venía a ser un juego de azar en el que lo acostumbrado era que saliese uno
perdiendo: los ojos cerrados o rojos, las arrugas marcadas, el gesto
irreconocible, los dientes amarillentos… Cuando en la cámara sonaba el clic,
era lo mismo que cuando la ruleta del casino empieza a girar. No había
posibilidad de rectificación mediante la magia del Photoshop moderno -capaz de
convertir a la bruja Piti en Miss Tarragona, o viceversa-, y si el experimento
salía mal, así te quedabas para los restos, fijado en una imagen deformada,
para vergüenza propia y quién sabe si no también ajena, porque no existe
persona más fea que un feo fotografiado, detenido en su fealdad, que en
movimiento puede más o menos disimularse. “Es que no soy fotogénico”, solíamos
disculparnos cuando recogíamos el paquete de fotos en la tienda de revelado.
En
nuestros días, la gente fotografía casi todo: el plato de aceitunas que le
ponen en el bar, el gato que cruza la calle, los zapatos que acaba de comprar,
la paella del domingo… Cualquier adolescente puede guardar millares de
fotografías en su teléfono móvil, de lo que cabe deducir que, al final de su
vida, esos millares serán centenares de millares, o millones, en todas las
poses y circunstancias. “Presentes sucesiones de difunto”, escribió Quevedo. Álbumes
inmateriales de imágenes inmateriales de quienes vamos siendo, imágenes
virtuales almacenadas en un artilugio prodigioso, para dar testimonio -¿a
quién, sino a nosotros mismos?- de nuestro fluir.
Y generalmente disponibles,
para disfrute universal, en Facebook.
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