El ser humano tiende a exigir
ejemplaridad al prójimo, al margen del grado de ejemplaridad que cada cual se
exija a sí mismo, que es un grado que suele coincidir con el de la absolución
plenaria: no hay monstruo que no cuente con argumentos razonados que
justifiquen su monstruosidad.
Comoquiera
que estamos en una época marcada por la revisión de algunos patrones tradicionales,
lo que no deja de ser una necesidad evolutiva para una convivencia más
armoniosa entre actitudes divergentes, hay quienes someten a algunos artistas,
tanto del presente como del pasado, a un escrutinio moral severo, cabe suponer
que al dar por hecho que la valía de una obra artística debe corresponderse con
la valía humana de su creador. Bien, el punto de partida puede ser más o menos
razonable –aunque no mucho-, pero el de llegada puede resultar disparatado.
Se
supone que lo importante de una obra artística no es quien la crea, sino la
obra en sí, a pesar de que, desde los tiempos en que los artistas dejan de ser
anónimos y se convierten en una marca, creador y creación resultan
indisociables. Si leemos, qué sé yo, el Quijote,
sería un criterio un tanto exótico el de hacerlo con el malestar ético que pudiera
provocarnos el hecho de que su autor fuese encarcelado por distraer dinero
público o de que ensalzara las gestas militares. El pintor Caravaggio fue un
asesino. Beethoven era racista. Inflexiblemente clasista fue Virginia Woolf. A
Hemingway le fascinaban las corridas de toros y la caza y tenía 20 armas de
fuego. Picasso fue un misógino egolátrico. Hay quien se anima a invalidar la
obra poética de Neruda por haberse portado mal con su primera mujer y con la
hija enferma que tuvieron. Etcétera. ¿Y bien? Las valoraciones morales
retrospectivas no sólo suelen incurrir en el anacronismo, al actuar sobre las convenciones
específicas de una época con la mentalidad de otra época, sino que también
dislocan un misterio de orden más o menos ontológico: los creadores no tienen
por qué estar a la altura de sus obras, sino, en cualquier caso, estar por
encima de sí mismos cuando las crean. Las buenas creaciones nos sitúan, ya
seamos creadores o consumidores de ellas, por encima de lo que somos, y raro es
el lector de una novela, por mezquino o mindundi que sea en su vida privada,
que no esté a favor del héroe y no del villano.
Este
propósito de equiparación moral entre el autor y su obra puede propiciar temeridades:
suponer que la novela Lolita, por
ejemplo, es una exaltación de la pederastia, lo que sería tan razonable como concluir
que el Frankenstein de Mary Shelley
es un ensalzamiento de la cirugía plástica o que Moby Dick es una apología del maltrato animal.
Con
estas nostalgias inquisitoriales conviene andarse con cuidado, ya que todo
tiene su contrapartida: si condenamos obras artísticas y literarias en función
de nuestros parámetros morales, estamos abriendo la puerta a la legitimidad de la
condena de otras cosas por parte de los defensores de una moral opuesta. Y
entonces a ver. Porque el mundo del arte, el de la ficción, ocurre en sí mismo,
y en última instancia resulta inofensivo, pero no me atrevería a decir lo mismo
de la realidad.
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1 comentario:
La tesis, que comparto, puede extenderse a otros ámbitos de la actividad humana que tienen que ver con la creación, aunque no sea necesariamente artística. Entre los científicos o los pensadores, por ejemplo, hay un buen catálogo de excentricidades, extravagancias y perversidades. Otra cuestión en la que me ha hecho pensar tu artículo ha sido la de los lectores que admiran mucho a un escritor, hasta que le conocen personalmente ("mira qué gracia tiene el tío escribiendo, y lo antipático que es en persona..."). Por cierto, el primer párrafo me ha recordado un refrán que resume bien la cosa: "Quien a sí mismo se capa, buenos cojones se deja". Estupendo artículo.
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