Antes, si aspirabas a independizar
tu territorio o a anexionarte un territorio ajeno, el asunto dependía de tu
potencial bélico y de tu habilidad estratégica para gestionarlo, y mejor si te
llamabas Cayo Julio César que si te limitabas a ser el sargento Perico. En
nuestros días, las cosas han cambiado por fortuna bastante, al menos en algunas
zonas del planeta, incluida por supuesto Cataluña, donde la derecha
independentista, en vez de arrugarse el traje a medida con una canana, ha optado
por la sabiduría cívica de exorcizar cualquier posibilidad de confrontación cruenta
gracias a un discurso fraternal: “El infierno son los otros”. Y es que los
alardes de heroísmo retórico resultan muy confortables, y no digamos si la
retórica se complementa con la escenografía, ya sea desfilando hacia un juzgado
con expresión de mártir feliz, un poco a lo Juana de Arco, arropado por una
multitud compungida, según hemos tenido la suerte de ver al señor Mas; ya sea
chuleando a un tribunal con modales de antisistema de guante blanco, según
hemos visto al señor Homs. Es una de las ventajas que ofrece un Estado de
Derecho: la opción de saltarte a la garrocha tanto el concepto de “estado” como
el concepto de “derecho”, con la garantía jurídica de que no va a pasarte gran
cosa.
Según
un dicho norteamericano, basta con izar una bandera para que al momento haya
gente dispuesta a saludarla con ese fervor peculiar que promueven las banderas,
al ser símbolos que tienden a sustentarse en unas efusiones irracionales y
primarias. Hay banderas, en suma, no sólo para todos los gustos, sino también
para todos los sinsentidos, con el problema añadido de que las banderas, al
igual que los infortunios, nunca vienen solas. Banderas aparte, la realidad, al
ser poliédrica, admite de buen grado el hecho de que se convoque en una plaza
pública a 3.448 personas en contra del sacrificio de los pollos y que una hora
más tarde se convoque en el mismo sitio a otras 3.448 personas a favor del
pollo en pepitoria, de lo cual cabría deducir que cualquier contrato social
exige la armonización de intereses contrarios antes que la imposición de
intereses parciales. Barajar, en suma, opciones diversificadas de realidad.
Los avances en
las investigaciones neurológicas nos indican algo que los políticos parecen
saber desde hace siglos: que nuestra percepción de los fenómenos del mundo,
incluso los tenidos por más evidentes, no es ni mucho menos unánime y que, por
tanto, apenas hay posibilidad de convencer a alguien de que no ve lo que cree
ver ni de que dude de lo que cree creer, puesto que nuestros mecanismos
mentales tienden a la obcecación, al dogma y al fanatismo. Y eso sirve tanto
para una convicción religiosa como para una sugestión patriótica, al
sustentarse ambas en el territorio de lo sagrado; es decir, en un ámbito de
pensamiento en que la razón está supeditada al hechizo.
La
convocatoria de un referéndum independentista en Cataluña no tiene nada de
alarmante, a pesar de que sus promotores lo ganarán aunque lo pierdan, puesto
que su lógica se fundamenta menos en el presente que en el futuro. (“Esto es
sólo un primer paso”.) Lo alarmante es tal vez la propaganda con que se oferta:
esa futura Cataluña que sería “una Dinamarca mediterránea, con buenos trabajos,
salarios justos, desempleo bajo, una economía abierta y un Estado de bienestar
fuerte”, según la profecía de teletubbie que ha ofrecido Artur Mas, pasando por
alto el hecho de que siempre hay algo –como poco un 3%- que huele a podrido en
Dinamarca.
1 comentario:
En otro siglo ,estos ya habrían lanzado al pueblo a una masacre ,hoy en día lo tienen más difícil .
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