(Publicado el sábado en prensa)
Entramos agotados en el año
nuevo. Incluso se malicia uno que la sucesión de celebraciones navideñas, con
sus excesos y trasnoches, tiene ese objetivo: dejarte exhausto para que no
pienses demasiado en lo rápido que va esto, en lo fugaces que somos por
naturaleza, en la prisa que se da el mundo en pasar a través de nosotros, con
esa irrealidad cambiante de los caleidoscopios y de los espejismos. Llega uno
tan cansado al año nuevo, en fin, que el mes de enero se convierte no sólo en
la tradicional cuesta económica, sino también, y sobre todo, en una agotadora
cuesta metafísica.
Nos
dicen, nos decimos: “Hay que vivir el instante”. Los poetas de la antigüedad ya
andaban a vueltas con esa copla, con su dedo entre admonitorio y cómplice. Una
premisa que se fundamenta en el prestigio de lo inmediato, en el beneficio de
lo presente. Y, sí, qué duda cabe, uno está de acuerdo en vivir con el mayor
disfrute posible el instante y cuanto haga falta vivir, pero vivir el instante
implica vivir en la confusión, porque el tiempo no es tiempo hasta que pasa.
Nuestra percepción del tiempo es retrospectiva. Construimos el tiempo.
Inventamos el pasado y el futuro desde el presente, porque eso es casi lo único
para lo que sirve el presente, que al fin y al cabo no pasa de ser un ámbito de
transición. Historiamos nuestro pasado y dibujamos en el agua, en suma, nuestro
futuro.
Estrenamos
agenda y tenemos la impresión de que inauguramos un tramo de vida, a pesar de
saber de sobra que la vida de casi todo el mundo tiende a ser una espiral que
gira sobre sí, a menos que te nombren ministro o que te dé el repente de
aficionarte a la pesca submarina. Lo curioso es que en las primeras páginas de
tu agenda flamante, salvo que seas un prohombre de la patria o un viajante de
comercio, no tienes casi nada que anotar, como si se tratase del prólogo
fantasmagórico del año que inauguras. Un tiempo inerte. Un tiempo en blanco. Y
te dices: “Vaya vida que llevo, que ni siquiera da para garabatear una agenda”.
Pero, luego, misteriosamente, el curso del vivir va imponiéndote obligaciones y
citas, efemérides privadas, asuntos urgentes y viajes, y la existencia parece
fluir por sí sola, como una fuerza que te impulsa, a veces a tu pesar.
Estamos a 7 de
enero y el año 2016 nos parece ya una leyenda remota, una nebulosa lejana que
en su momento tuvo la rotundidad de una realidad vehemente y perdurable,
incontrolable e incorregible, cuando todo –como decíamos- es fugacísimo por
definición, y eso sirve tanto para la adversidad como para la bonanza. Ahora
alimentamos la fantasía de un nuevo ciclo, marcado por el artificio del
calendario. Y la vida seguirá por donde tenga a bien seguir. Y nosotros por
supuesto tras ella, esperando sus regalos imprevistos y temiendo sus golpes imprevisibles.
Feliz año.
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2 comentarios:
Hace tiempo que no entro a tu blog. Por dejarte tranquilo. Por nos ser pesado en mi admiración. Ayer noche, ya muy tarde, me reía, disfrutaba y casi acabo (sin casi) llorando. Un walterista llorando, que cosas.Tal vez por eso mismo. Eres un lujo, el Rányer es un lujo. Después de llorar me entraron unas ganas inmensas de aplaudir. Gracias Felipe, gracias por tanto y tan bueno.
J.A.G.
Primero, mostrar mi admiración por su escritura y su pensamiento.
Siguiendo con el texto, ¿no cree que el problema es nuestro? Nuestra forma de vida hace que nos centremos en todo menos en el presente; en un futuro que no existe y en un pasado del que hay que aprender, pero no aferrarse. ¿No cree que así lo único que hacemos es dejar pasar el presente, es decir, la vida?
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