(Publicado ayer en prensa)
De pequeño, iba uno con
frecuencia al cine con un propósito bastante raro: pasar el mayor miedo posible
durante aproximadamente una hora y media, tiempo de irrealidades y de terrores
fantasiosos que solía extenderse a la duermevela y que se prorrogaba, si había
mala suerte, en el torbellino descontrolado de los sueños, que tienden a ser
muy hospitalarios con todo aquello que se nos instala en el subconsciente, tal
vez el departamento más abstracto y más complicado de nuestro organismo. El
conde Drácula o las momias vivientes nos proporcionaban el disfrute raro del
canguelo. El Hombre Lobo nos hacía temer el plenilunio. Las mujeres vampiras
nos formaban un lío entre el deseo en estado impuro y el pánico en estado puro.
Entrabas en la sala con una expectativa de disfrute a través del sufrimiento y
casi nunca salías decepcionado, ya que el conde y sus novias tenían al fin y al
cabo que alimentarse, y las momias vivientes estaban en el mundo para lo que
estaban, y el licántropo andaba esclavizado por la luna.
El
tiempo suele traer consigo el que las ficciones de voluntad aterradora acaben
dándonos risa, hasta el punto de convertir en personajes cómicos a Fu Manchú o
a Fantomas, que en su día nos las hicieron pasar canutas. Nos dan miedo, en
fin, otras cosas más indefinidas, menos truculentas. Como por ejemplo, no sé,
los comentaristas espontáneos que nos han deparado en avalancha los avances
tecnológicos: esos que cada mañana, nada más encender el ordenador, se asoman a
los periódicos y a las redes sociales para ejercer su derecho no sólo a la
libertad de expresión, sino también a la libertad de explosión, tanto verbal
como anímica, generalmente bajo un nombre fingido. Eso sí que da miedo y no
Christopher Lee saliendo de un ataúd.
Lees
en pantalla un artículo o una noticia y sabes que lo espeluznante empieza tras
su punto final, en esa sección de comentarios en que unos seres con nombre de
robot o de mascota exhiben su desprecio no ya por la gramática y la ortografía,
no ya por el criterio ajeno, no ya por las técnicas budistas de control sobre
las emociones, no ya tal vez por sí mismos, sino también, y sobre todo, por la
facultad de distinguir un razonamiento de un vómito, una argumentación de una
embestida de carnero. Quiere uno pensar que no se trata de psicópatas ni de
sociópatas, sino de personas normales con las que te cruzas a diario y que en
su vida social ocultan al Hyde de su Jekyll. Gente que en su trabajo sonríe a
otra gente. Gente que sólo echa espumarajos por el pensamiento cuando se siente
a salvo en su cueva, bajo el amparo de un pseudónimo.
Los
llaman “troles”, en homenaje a los gigantes bestiales del folklore escandinavo.
Ejercen su labor de forma gratuita y generosa, como una aportación
desinteresada a la comunidad. No buscan hacer justicia, sino daño, pero en el
fondo son como el conde Drácula, que sólo mataba para comer.
.
1 comentario:
Yo hace tiempo que dejé de leer esos "comentarios". Cuando acababa de hacerlo me invadía una desazón terrible; tanta mala ortografía, tanta frase mal construida e hiriente, tanta "mala baba" reprimida y soltada gratuitamente... Y lo peor es la sensación de estar un poco en manos de toda esa gente...
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