viernes, 22 de octubre de 2010

CUENTO Y MONARQUÍA



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La monarquía es un gran invento. Sobre todo para los monarcas, claro está. Se ve que el género humano anda tan necesitado de abstracciones, que es capaz de abstraerse y decidir que un congénere suyo disfrute del derecho al uso de corona y de trono, de cetro y, si hiciera falta, de capa de armiño, aunque luego vista de sport.


Se da la circunstancia curiosa de que no sólo el pueblo acaba creyéndose que un rey es un rey, sino que mucho me temo que incluso los reyes se creen de verdad que son reyes. (Lo decía el pintor Ramón Gaya: “La reina de Inglaterra se ha creído que es la reina de Inglaterra”.) Como la vigencia y buena salud de la institución monárquica no parece peor en el siglo XXI que en el siglo XII o XIII -y no digamos en el XVIII, y en territorio francés-, ya disponemos incluso de al menos dos monarquías comunistas: la cubana y la norcoreana. La primera es del tipo nepotista; la segunda, más convencional: de padre a hijo, aunque con intrigas más o menos shakesperianas de por medio, para que no falte de nada.


Creo yo, no sé, que algunos reyes pueden vivir del cuento gracias a los cuentos infantiles, a la estela que esas ficciones nos han dejado en el subconsciente. (Al fin y al cabo, ¿quién sería tan desalmado como para traicionar la memoria de los cuentos que oyó o leyó en su niñez candorosa?) En nuestra infancia, el rey era por lo general un ser barbado y bondadoso que aparecía en los cuentos, allá en su castillo unifamiliar, y que acababa cediendo el protagonismo narrativo al príncipe, que era quien andaba con la testosterona a punto de ebullición, enamorado el muchacho de alguna princesa rubia con la que acababa casándose, a veces a despecho de los poderes malignos de alguna bruja, de los asedios de algún ogro o de los celos de algún dragón.


Eran cuentos que siempre acababan bien, y de ahí que nuestro subconsciente atribuya a la realeza una capacidad infalible para solucionar los grandes problemas de Estado, como por ejemplo el que representaría el hecho de que el príncipe en cuestión, en vez de enamorarse de una princesa, se enamorase de una plebeya, porque está visto que los príncipes modernos no se enamoran de las princesas ni a tiros y que las princesas de hoy no quieren ver a los príncipes ni en pintura. ¿Cómo se arreglaría ese desequilibrio de linaje? No estoy seguro, pero creo que por una vía muy sencilla: gracias al cuento de Cenicienta.


La realidad es rara, porque para eso es una construcción colectiva. En estos tiempos de escasez, lo normal sería que los pueblos les dijesen a sus reyes: “Majestades, las cosas están muy malas. Búsquense ustedes un trabajito mientras sí y mientras no, a ver si esto mejora pronto y podemos volver a subvencionarles a vuecencias una vida mágica y acorde con los cuentos más bonitos”. Pero los cuentos, claro está, no son más que cuentos.


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viernes, 15 de octubre de 2010

ESPEJOS SIMBÓLICOS






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Para saber que vamos envejeciendo sólo necesitamos un trozo de espejo. Con eso basta. Pero existen espejos simbólicos, por así decir, en los que ya no logramos reflejarnos, como les ocurre, según parece, a los vampiros. La tecnología, por ejemplo, la muy vertiginosa tecnología, a diario cambiante, tiene la facultad de ir desplazándonos del núcleo del tiempo, y el envejecimiento quizá no sea más que eso tan simple: un desplazamiento, un afantasmamiento del ser, una extrañeza continua ante uno mismo y ante las cosas del mundo.

Uno ha hecho llamadas telefónicas mediante operadora, cuando los teléfonos tenían tres dígitos y las conexiones tardaban a veces horas en establecerse, y las voces llegaban mortecinas, con ese fondo de criscrás de disco de vinilo maltratado. Uno creció con los discos de vinilo, tan frágiles, casi siempre rayados tras ponerlos dos veces, a pesar de tratarlos con la misma delicadeza con que uno trataría un bote de nitroglicerina. (La aguja de los platos se llenaba de polvo, formaba remolinos de polvo, y había que limpiar la aguja, y había que limpiar los discos con un líquido de olor bronco y potente, pero los discos siempre se rayaban, y la aguja de pronto se torcía.)

Uno comenzó a escribir con una Olivetti prehistórica que le parecía un cachivache futurista. Luego vinieron las máquinas de escribir eléctricas, y aquello era ya, no sé, un artefacto puramente extraterrestre, importado de universos de vanguardia. Pero más tarde vinieron las máquinas de escribir eléctricas con pantalla líquida, y aquello era ya, sin paliativo alguno, cosa de estricta ciencia-ficción, porque podías visualizar una frase casi entera en aquella pantalla del tamaño de un
habano. Pero los primeros ordenadores no se hicieron esperar, y eran trastos muy toscos, y uno los miraba con respeto. Y ya luego vino toda la gama, hasta llegar a esos ordenadores de hoy que caben en el bolsillo, junto al teléfono móvil y junto a la llave fotocelular –o algo parecido a eso- del garaje.

Hasta hace poco, el poseedor de un aparato de fax era un ser privilegiado, alguien que podía enviar chistes gráficos o poemas épicos a cualquier lugar del mundo en un mágico pispás, y a todos nos admiraba eso, y nos sentíamos como el mago Merlín cuando metíamos el folio por la ranura para enviarlo, qué sé yo, a Buenos Aires o a Moscú, o adonde fuese. Hoy, humillada por el correo electrónico, la máquina de fax está ya polvorienta en un rincón, como el arpa del poema becqueriano, a la espera de esa mano de nieve que habrá de tirarla un día a la basura.

Uno ha conocido el horno de carbón y el microondas, los bañadores femeninos con tutú y el tanga breve. Uno ha llamado a puertas que tenían una campanilla de azófar con cadena y ha pulsado la tecla de un videoportero. Ha conocido televisores en blanco y negro con un solo canal que echaba el cierre a media noche o incluso antes. Ha jugado uno con trompos de madera y con coches teledirigidos. Ha visto uno rascacielos robóticos y ha visto cómo las cuadrillas de areneros cargaban los serones de sus burros en la playa para abastecer a los contratistas de obras.

Lo que decía: para saber que envejeces, que el tiempo pasa por ti, un pedazo de espejo basta y sobra. Y a veces no hace falta ni el espejo.

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domingo, 10 de octubre de 2010

¿DÓNDE ESTARÁ FERNÁNDEZ?




El juicio a los imputados en la operación Malaya tiene muchas papeletas para convertirse en un sainete surrealista en el que, gracias a la estrategia retórica de los abogados, los integrantes de esa banda de tunantes y tunantas acaben siendo presentados ante la ciudadanía atónita como víctimas sufrientes y colaterales del sistema capitalista.


Allí lo que menos sobra es gente, pero uno echa de menos en esa pandilla tan populosa a Carlos Fernández, aquel concejal del Partido Andalucista que, a pesar de tener cara de estar haciendo a diario la primera comunión, se dejó seducir por las intrigas del poder y por el poder del dinero y que aún hoy anda en paradero desconocido, aunque la policía tiene indicios de que anda escabullido en la Pampa argentina. ¿Disfrazado de gaucho? Quién sabe, porque un huido de la justicia es capaz de disfrazarse de cualquier cosa con tal de no tener que disfrazarse de presidiario.


De todas formas, como uno es fantasioso por naturaleza y por deformación profesional, prefiere imaginar al concejal fugado como huésped de algún palacio fastuoso erigido en algún solar reseco de los Emiratos Árabes, con su chilabita de seda y demás accesorios propios de los lugareños, llevando vida de jeque vicario, como quien dice, aunque echando mucho de menos a su madre, porque tiene fama de madrero, y nadie ha demostrado que los presuntos delincuentes carezcan de ternura filial, a pesar de carecer por completo de ternura social. Me lo imagino, ya digo, en un sitio de esos, en Dubai, por ejemplo, no sé, porque no sería extraño que el prófugo Fernández, en sus tiempos de prevaricador, de malversador y de defraudador, entablase una amistad verdadera con algún que otro potentado de allí, de esos que recalan en Marbella para cerrar las joyerías y todo lo que humanamente pueda cerrarse, incluida la conciencia del prójimo.


Es posible, no sé, que Fernández se aloje en la caseta del perro de algún jeque, pero creo que estarán de acuerdo conmigo en que la caseta del perro de un jeque puede reunir mejores condiciones de habitabilidad que muchas viviendas de obreros, aparte de tratarse de un escondrijo casi perfecto, porque la policía no suele buscar en esos recintos a los concejales fugados, aunque es verdad que nuestro Fernández corre el riesgo de que el perro de la policía se asome por casualidad a la caseta del perro del jeque, se encapriche de aquellos esplendores y se quede a vivir allí, con la pérdida de intimidad que esa circunstancia representaría para el villanito marbellí con aspecto de no haber roto nunca un plato, a pesar de haber destrozado una vajilla entera.


A mí, ¿qué quieren que les diga?, la decisión de Fernández de darse a la fuga me parece intachable. Creo que los demás imputados en el caso Malaya debieron hacer lo mismo en su día. Es verdad que, con su evasión, se librarían del peso de la justicia. Pero, como contrapartida, nosotros nos libraríamos de ellos para siempre, que es de lo que se trata.


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lunes, 4 de octubre de 2010

EL OTOÑO, LA MODA, LOS DISFRACES









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En cuanto el otoño trae las primeras lloviznas, las primeras noches destempladas y los primeros nubarrones con hematomas, nos resulta inconcebible que, pocos días antes, nos pasásemos la vida en bañador, que durmiéramos desnudos con la ventana abierta, que anduviésemos descalzos por la casa… Sólo con pensarlo, nos sube por los pies un escalofrío que no para hasta llegar a la cumbre de la cisura interhemisférica del cerebro, si me permiten ustedes la crudeza anatómica de la expresión.

Los grandes almacenes suelen ser los más impacientes con respecto al mal tiempo y se apresuran a anunciar la moda otoñal cuando aún hay bañistas recalcitrantes en la playa, cuando aún no resistimos a guardar en un cajón las bermudas con estampaciones tropicales y las camisetas con leyendas ingeniosas, aunque sepamos que lo que procede es ir oreando los jerseys de lana espesa y los plumíferos.

Lo que resulta curioso, a poco que uno lo medite, es el hecho de que hayamos optado en nuestra vida cotidiana por una vestimenta tan esencialmente neutra, tan anodina y tan… ¿cómo decirlo?… funcionarial, sí, porque lo cierto es que la mayoría de la gente sólo desata su imaginación indumentaria cuando la invitan a una boda, que es la ocasión social en que a las hembras adultas del género humano más se les despierta el instinto por dar el golpe, por motivos que sólo un discípulo brillante de Sigmund Freud estaría en condiciones de desvelar.

Sería estupendo, no sé, que la vida fuese un carnaval continuo, una incesante mascarada. Que saliese uno a la calle, un día cualquiera, vestido de mago Merlín, pongamos por caso, y que, al llegar al trabajo, le preguntaran los compañeros: “¿Y eso, Manolo?” Y que Manolo les contestase: “Es que hoy, para el almuerzo, voy a hacer gazpacho, y, como la elaboración del gazpacho tiene algo de brujería y algo de alquimia, pues ya veis…”. O que saliese uno a tomar unas copas con vestimenta de astronauta y le dijese a su novia: “Es que estoy leyendo a Isaac Asimov”. O que se encaminara uno al banco con ropa de vikingo, para de ese modo ganar autoridad ante el interventor quisquilloso. O que alguien decidiera echarse por encima un traje de bufón medieval porque le han entrado unas ganas repentinas e irreprimibles de contar chistes verdes. O que una muchacha, al verse guapa en el espejo, optase por ponerse un vestido de hada y se lanzara a los reinos musicales de la noche a la busca de un príncipe valeroso.

Pero, en fin, ya saben: en los grandes almacenes está a disposición de todos ustedes la moda otoñal. Prendas y complementos.